Filigrana, mucha gente viene a verte


Los monteros que escribimos en la soledad de nuestros recuerdos —que duermen en el morral de las monterías— no conocemos ¡quiénes nos leen! y ¡sí, cuántos han sido!, porque al final de cada escrito una máquina marca el número de lecturas que hemos recibido en club-caza.com.

Y siempre quedas, entre las nubes que cubren esta duda, intentando conocer a alguno de ellos que manifiesten su opinión y permanezcan interesados en conocer la hermosa Sierra Morena de Andújar, hasta donde se pierde su luz bermeja, que monteo desde hace bastante tiempo, intentando llevarles durante unos minutos por la tierra apretada de venados y navajeros valientes, donde la emoción anida en cualquier parte y mis pasos aguantan mecha por la risquera, donde el quejigo espesa el silencio de los sueños serranos, entre jarales cargados de olor, y escuchar el canto de los frailes desde el Santuario de la Virgen de la Cabeza. Y algo más. Hace unos días, recibí el correo de una lectora —con expresión cariñosa— que elogiaba mi tarea y muestra su satisfacción por los relatos que vengo publicando. Leo casi corriendo, deseando conocer su breve contenido: «Soy tu admiradora incondicional y acabo de leer la última entrega del Rincón de Candiles, y te confieso que sigue impresionándome la frescura con que lo describes todo. Creo que en el fondo de ti hay todavía un niño que se admira de la naturaleza, pero que además tiene la virtud de saberlo comunicar a través de la poesía. Yo no soy gran lectora, pero en lo poco que he leído no he encontrado a nadie que describa los paisajes que parecen que los puedes ver y que haga hablar a los animales con tanta gracia. No tomes mis palabras por algo demasiado elogioso, pues no tengo por qué, y aunque te quiero como a un hermano, no me ciega la pasión como lo puedes ver. Creo que hablo en justicia. Tanto famosillo que hay por ahí, que escriben verdaderas birrias, y tú sigues ahí tan humilde. Me da rabia». Leía su escrito y llenaba mi corazón de brotes de arrayán, que desde mi habitación de trabajo, poco a poco, me llevaban a sus portillos de gloria que abren las veredas cada día. Permanecía sólo, rebosante de naturaleza en que verdean los senderos peregrinos llenos de encames y reses. Hubiera deseado que sus palabras se las hubiera dirigido también a mi amigo Candiles, el macho grande de los crestones, con quien hablo de todo cuanto ocurre alrededor de nosotros, y al que sigo desde su nacimiento en un prado de Los chopos del Encinarejo, entre flores del jarizo. —Si me lo permiten, el ciervo que sacude su nueva cornamenta es el escudero Filigrana, que a lo mejor pensaría que no iba hablar de él. —Le ruego que no diga eso. —Y a propósito, voy a contarte por qué te llaman así. ¿Vale? —Pues, como usted diga. —Resulta que el guarda de la finca de un viejo amigo mío, cayó enfermo de pulmonía, y por aquí, cuando en la sierra un hombre se encuentra mal de salud, vienen los vecinos y amigos a su chozo interesándose por su estado. Pues bien, enterado un pariente del pueblo de Cardeña acudió a visitarle, amarró el mulo en la tapia y se extrañó que hubiese tanta gente como allí se encontraba. Saludó en voz baja a la concurrencia y al no haber ninguna silla libre donde sentarse, se acercó a la cama, le rodeó con el brazo, se apoyó en él y al verle tan demacrado le dijo al oído: —Filigrana, mucha gente viene a verte. Murió aquella noche. —No pensaba, que mi nombre fuese tan conocido —exclamó el ciervo. —Te aseguro amigo mío, que yo tampoco me esperaba que al decidir como te llamarías, quedase sorprendido de que ya se conocía tu nombre —le dijo Candiles. —Por supuesto que sí. Sólo tengo a usted y a este apodo que me sirve para cuando me necesite en cualquier instante o me llame la cierva que se reunirá conmigo en la berrea. —Quisiera desearte que nada te ocurra y me acompañes con el mismo valor de siempre, sin manifestar temor entre gruñidos y ladridos —dijo, volviéndose a mirarle. —Gracias a su amistad he perdido el miedo y debe ser difícil que nos sorprendan. —Tú sabes que con tan sólo mirarnos y oír un latido de parada, es suficiente para dejar nuestro encame y huir lejos del alcance de los perros. Corre un cervatillo asustado en la raña triguera en dirección al monte y hace saltar a un bando de chamarices. La noche recién amanecida con neblina baja, empieza su fresco en los repechos que coronan las umbrías, cuando ya las dos reses careaban cerro arriba y lo único que se escuchaba eran los cascos del mulo por el atajo que lleva al cortijo de la serranía de Cardeña, y la luna iluminaba el perfil de aquel hombre, alejándose con un jadeo de cansancio. ¿Ha visto alguien, alguna vez, morir a un hombre en medio de un silencio, como cuando estás de espera?
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