Filigrana, vete a por él, y estrena tus luchaderas


Todos mis pensamientos se borraron por un instante, cuando les vi a los dos —en la fría distancia— luciendo sus nuevas cornamentas, más delgados que antes, y su aspecto mucho mejor del que yo había imaginado cuando, desmogados, se fueron colando en un apretado grandísimo de cimbras y jarales que les ocultó durante estos meses.

Por un instante me pregunté cómo estarían de fuerzas y me parecía desmesuradamente grande la cuerna del maestro, con sus veintidós puntas, y luciendo los candiles en su corona a más de dos leguas. Filigrana se encontraba tan cerca de él que, pese a las ocho puntas que ya lucían en su frente, no tuvo más remedio que engallarse para parecer más alto y ni siquiera se avergonzó de dar varios saltos alrededor suya para que se fijase en su cuerna. —¿Y qué? —preguntó el joven. —Pues muy bien, muchacho. Te aseguro que ya te había visto. Y gracias sean dadas a San Huberto, por habernos permitido carear de nuevo estos portillos con toda nuestra artillería a punto. El venado se reía con su aguante y una paciencia como nadie. —Con lo que hemos padecido ahí dentro, sin pisar el monte en tantos días, no podíamos cavilar cuándo saldríamos de allí. Y ahora se me alegra el corazón aquí fuera, a su lado, empezando a adquirir coraje para el otoño. —Sabes que me encanta oírte y deseo que nadie turbe tus conocimientos por si me hicieran falta. Su mirada resultaba un tanto atrevida. —No digamos más. Preparémonos señor, para lo que pueda venir. Le acarició su espalda con la cuerna y lo estrechó contra su cuerpo. Al recibir semejante caricia, respiró profundamente, por si alguna costilla la hubiera fastidiado con el abrazo, y empezó a balacearse hacia delante y hacia atrás, sin ningún dolor, procurando disimular todo lo que pudo. —Oye Filigrana, conviene que empecemos a darle a las cuernas un tono oscuro, porque como habrás notado están algo blanquecinas por el encierro, y si las rozamos con las jaras, pronto presentarán el aspecto ennegrecido de antes y de esta suerte se destacará mejor el brillo de su perlado. —Pues me alegra que me lo diga, porque así se notará que somos dos machos de Sierra Morena de Andújar. —¡Y que lo digas! —Cuando lo crea usted oportuno, nos podíamos acercar por el arroyo donde aquel día me miré en sus aguas, y reflejaron una sola cuerna en mi cabeza, pasando unos minutos tristes, que no se lo deseo a nadie, porque no sabia qué me había ocurrido. —No has perdido nada que no puedas recuperar —le contestó Candiles. —Pero hoy, doy gracias a la vida, que al mirarme de nuevo en el reflejo de sus cristalinas aguas, me he visto con mis ocho puntas a cada lado de mi frente. Fue como si me considerase un venado de buenas defensas, y un escudero apto para avisarle de los peligros del monte y mis buenas patas, para esquivar a los perros en las monterías. —Parece ser, maestro, que han visto una pareja de lobos por los páramos de Cabeza Parda —dijo Filigrana. —Pienso que nosotros tenemos que darles largas hasta que dispongamos de todas nuestras fuerzas. Y entonces, ya veremos. Golpeó la cuerna contra el tronco de una encina y saltaron astillas por todas partes. —¿Eso es lo que se cuenta por aquellos portillos? —dijo Candiles, indicándole que diera unos brincos para quitarse de encima las astillas y ramas que saltaron del árbol. —Ya veo que sigo teniendo alguien en quien confiar, que cuenta con toda mi admiración y es tan noble como siempre. —También yo voy recuperando mi energía, para que nadie pueda con nosotros. Ni los lobos, ni los hombres con sus perros, ni otros que quieran hacernos daño. Al rato, se alejaron para descansar en un espeso montarral coronado con poca niebla, frente al cielo profundo de lejanías bajo la luz del crepúsculo. De repente, por el rabillo del ojo, vio Candiles algo que le sorprendió. Un zorro se encontraba de muestra, pendiente de una cría de corzo, que la madre había dejado entre las hierbas, mientras comía tranquilamente las hojas recién nacidas de los robles. —Filigrana, me parece que vas a tener que estrenar esa hermosa cuerna que ha cubierto tu testuz. Ten valor. —¿De veras? Eso no será una despedida, sino una breve separación, lo que tarde en hacerme con él. —Fíjate, hay algo junto al enebro donde está encamado el “corcino”, al que le está entrando el viejo zorro de La Centenera. Tragó saliva y asintió con la cabeza. —Vete a por él, y estrena tus luchaderas —dijo el ciervo con la cara muy seria. Se incorporó. Dio un paso, otro más, antes de elevar al raposo por los aires, con la cuerna ensangrentada. A pesar de lo fácil que había sido el ataque —sintiéndose algo débil— constituyó una dura prueba para él, y necesitaba todas sus fuerzas para otras ocasiones. —Seguiré siendo el mismo de antes, tal como me enseñó, como si ello bastara para garantizar el éxito de nuestra defensa. —¿De veras lo harás? —Pues claro, señor —dijo con una sonrisa.
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