Ya es primavera


El monte ha florecido y aunque no ha llovido hace meses, la pasada semana cayó una fuerte tormenta en Sierra Morena de Andújar, que inundó las trochas de los senderos y las chorreras coloradas regaron las resecas cañadas.
Hasta entonces seguían las reses intentando encontrar los cuencos de agua de color verdoso —tan repugnantes— que al no ver otras pozas cercanas, buscaban entre las rocas de los rasos dar con el agua gris de algún venero que, en ocasiones, conseguían darles de beber y los jabalíes al revolcarse embozaban su leve corriente. Los portillos sentían que iban recuperando fuerzas, mientras el sol cada vez más fuerte, sin decir nada, hacía crecer florecillas salvajes de mil colores, que atraían a toda prisa vuelos de abejas alrededor del amarillento polen de sus olorosos pétalos… Crecían los lirios sobre la hierba fresca, donde susurra el silencio del inmenso verde, y gritaba la corneja saludando a la primavera. Las hormiguillas trepaban las hojas del romero para sentirse más cómodas, sin otra ayuda que una brisa suave en la soledad de los tarajes del parto. Y en la paridera de las ciervas, dónde sólo crecen encinas y jara nueva, nacían los venados en cualquier trocha del monte, sin perros ni aguardos querenciosos. Todos los encames mecen la quietud de las umbrías en la penetrante cumbre de los collados, donde esperan las posturas a que brinquen los primeros machos, en la suelta de las rehalas, durante las monterías. Mientras, los venados seguían sin sus cuernas desafiantes, ante la curiosa presencia de furtivos que peinan el monte en busca de sus caídas defensas. Y la sierra sorprendida, se para a mirar, si es verdad que un rosario de astas, acompañan las pisadas sigilosas de los venados de las quebradas soledades, donde nada pasa desapercibido. Además, un tropel de ciervas seguidas por sus crías corretean entre las jaras, mientras cada revuelta las saludan a su paso en el silencio de las sendas tempraneras, y un encinar olvidado del monte, al verlas tan alegres, resiste la tentación de abrazarlas con su sombra, por la quietud que se derrama en los senderos de retamares bajos. Filigrana, volvió la cabeza para contemplar a la piara que se enredaba entre las patas de las ciervas, intentando alcanzar los pezones de sus blancos pechos para amamantarse. —¿Tienes idea de cuántos machos van ahí? —quiso saber Candiles. —Se lo diré cuando terminen de mamar, se levanten, y pasen cerca de nosotros. —Mira muchacho, por lo que decía el guarda que los observaba cuando nacieron, serían doce venados y nueve hembras. —Vale. Eso significa que pronto contará la sierra con estos recién nacidos —sólo Dios lo sabe— que no dejarán de sorprendernos con su arrancada firme, luchando frente a otros machos durante la berrea al alcanzar la plenitud de su vigor. Habían transcurrido unas horas y aquellos pequeños, con sus saltos, alegraban las sendas tempraneras coronadas de florecillas nuevas bajo el horizonte de la parda tierra. Candiles, dirigió una significativa mirada al escudero, al que ya empezaban a asomarle en la piel de su frente, dos montículos de su segunda cuerna, haciendo aparición las pequeñas luchaderas. Cuando todavía no había nacido el sol, les llamó la atención la sorprendente rapidez de un águila real que entre sus poderosas garras sostenía el cuerpo de uno de aquellos pequeños, confiando en que pudiese elevarlo hasta el tronco más alto de un pino donde tenía el nido de su cría, que al verla llegar no dejaba de mover las ramas con sus saltos. La madre, que no quitaba su mirada puesta en el cielo, veía cada vez más lejana la escena, buscando alas entre los tamujares para alcanzarla y, bandadas de rabilargos volaban tristes entre las junqueras, como si aquello no hubiese ocurrido. Jamás podía imaginar Filigrana que un ave de tan enormes alas, llevara por los aires a una cría que seguía tranquila los pasos de su madre. —Bueno, adiós cervatillo —dije en un suspiro que sólo él lo pudo escuchar.
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