Lo que ocurre es que todo ha cambiado
—Señor, ¿querrá pensarlo mejor? —dijo Filigrana, rompiendo en sollozos.
—¿Es qué no estás de acuerdo conmigo?
—No se marche —volvió a insistirle el escudero— no me deje solo.
—Aquí no podemos permanecer más tiempo —dijo Candiles.
—¿Eso será porque ya lo ha decidido?
—Pues sí. Y no me pongas las cosas más difíciles. ¡Ya basta…! —le gritó.
Para Filigrana se veía, a simple vista, que podía llevar adelante su decisión.
Jamás le había levantado la voz, y ahora lo hizo en un tono más propio de alguien que manifestaba lo contrario de lo que pensaba.
—Pues yo me quedo aquí —le dijo a regañadientes.
—Por favor, no puedo permitir que eches atrás mi decisión y no se me ocurre otra cosa que merezca la pena.
—No le entiendo.
—Déjame que siga con mi deseo de alejarme de tantos sobresaltos y de tantas cosas raras como ocurren ahora en los montes, y bien podrías ayudarme en aclarar mis ideas —se apresuró a decir, elevando la enorme cuerna como hacia para impresionar.
—¡No! ¡Nunca le dejaré! —dijo Filigrana— y si el encinar fuerte hablase, le diría que mi arrebato de furia sigue siendo la razón por la cual le aviso de cualquier situación peligrosa, procurando alejar a perros y furtivos, que le permita no ser perseguido, gracias a mi estrategia de escudero que intenta evitarle la sorpresa del arrollón inesperado.
Al oírle Candiles, recibió tal alegría qué no supo qué decirle, y fijándose en su rostro, gritó:
—¡Sí, Filigrana! ¡Nos quedamos! ¡Nos quedamos, en nuestros montes y no tenemos que marcharnos a otra parte! ¿Entendido?
—Sí, señor, sí.
—Supongo, muchacho, que estarás contento. ¿Verdad?
—¿Qué si estoy contento? ¡Más contento que unas castañuelas!
—¡Ole y Ole! Nunca hubiera imaginado que mis preocupaciones fueran también las tuyas.
Se volvió y le hizo una seña.
—Y ahora, vamos a comernos unas dulces bellotillas de esa encina que yo abarearé con la cuerna, y esta noche los jabalíes nos lo agradecerán de tantas como quedarán esparcidas entre las jaras.
—Escucha, Filigrana, echo de menos multitud de recuerdos que asaltan a mi memoria de otros tiempos. Las quebradas soledades sin carriles, las trochas que ocultaban parideras de reses, los empinados repechos de los collados difíciles de jalar, las voces y trabucazos de aquellos viejos perreros que movían los entresijos del monte, las querencias de los esquivos ciervos que trepaban ribazos inmensos de libertad, luciendo sus hermosas cuernas, mientras el acecho mandaba paciencia.
El viento invisible alrededor de los chaparros rugía con fiereza.
Pocas veces había sido tan violento en los montes. La noche llegó con todo el sigilo que le fue posible.
—Ven Filigrana. Vamos a contemplar la luna desde aquí arriba, y las tinieblas que llenan éste viejo montarral donde nos ocultamos no se marcharán hasta que el sol vuelva a salir.
Al rato ya estaba recostado sobre un claro entre las matas, que le permitiría vigilar la senda hasta lo más hondo pensando que estaría soñando, pero de repente gritó una lechuza cerca de nosotros, y ya se hallaba oteando el portillo antes del posible sobresalto y un tropel de ciervas cruzaron veloces, perseguidas por un perrillo que trasponía a las buenas detrás de ellas.
El búho fue quién les avisó que algo se acercaba.
La luz natural llegó por una rendija que un entrometido rayo de sol iluminó por completo, y el viento, qué amainó de madrugada, llenó de perfume las matas de un rosal salvaje que crecía al amparo del tarameo como una raíz más.
Daban vueltas los buitres por encima del encame, el astuto lince saltaba detrás de un gazapillo en medio del campo de lentiscas, sin alcanzarlo, y el viejo jabalí hacía escuchas, después del placer de revolcarse en el fango de la charca fría.
Era el momento de marcharse.
Candiles echó andar con la vista puesta hacia la trocha que seguía Filigrana, al acecho.
Al cabo de unos instantes, pararon para beber en un arroyo y el escudero le preguntó:
—¿Hace días que quiero hacerle una pregunta, señor?
—No te preocupes. ¿Qué quieres saber?
—¿Cómo he de llamarle?
—Mi madre me dijo que me llamarían Candiles —contestó, sacudiendo lentamente la cuerna.
—¿Será por las puntas que le han salido en la corona de la cuerna? —preguntó, sin poder contenerse.
—Sí, supongo que sí.
Después, empezó la llovizna por los crestellares nublados.
—¿Nos vamos, muchacho? ¿Vale…?
—Espere. Por los aledaños de El Rapao, presume un macho de diez años, que piensa vérselas con usted en la berrea de éste año.
—¡No sabes lo que me alegro! —respondió con voz grave.
Y la mirada de Candiles volvió a posarse en el monte. Y lo único que hizo fue mirar de nuevo hacia todas partes. Tras dejar escapar un suspiro, levantó la cabeza para ver mejor, para ver con mayor claridad y permaneció debajo de un aliso como una estatua.
—¿Has observado muchacho, los colores de los monteros cuando están en sus posturas?
—¿Se refiere usted al chaleco amarillo, que obligan a llevarlo encima de la ropa y alrededor del sombrero una tira del mismo color?
—Exacto. ¡Qué yo al divisarlo hace unos días, en el gancho de jabalíes que dieron cerca de La Torrecilla, me pareció que se habían vestidos para los carnavales de estos días!
—Y otra cosa. Parece ser que a la rehala que lleve un perrero, solo le permitirán 30 perros. ¡Ah! y las tablillas no serán de madera, sino unas tiras largas de plástico de color rojo y blanco, y si no las quitan de los árboles donde están colgadas, al final del ojeo parecerá aquello una feria.
—Y, otra cosa. El responsable de la organización, llevará una bocina de gas para hacerla sonar al inicio y al final del gancho, de tal potencia que parezca que está saliendo un buque del monte, con el consiguiente susto para las criaturas por allí encamadas.
—También tienen que tener cuidado al disparar, y sólo se hará contra tierra y no a distancias alejadas, pues tan pronto ven moverse unas jaras o asomar unas cuernas, ya están disparando. Se da el caso, de que un número considerable de monteros, utilizan ya calibres de África.
—Por su tono de voz no supe si estaba enfadado o trastornado, puede que un poco de las dos cosas, y estoy seguro que una de las causas que motivarían el desear alejarse de Sierra Morena, sería posiblemente por esta invasión de novedades, aunque había decidido dejarlo para más tarde —resolvió de repente. Filigrana.
Candiles le pasó la cuerna por encima y asintió con un gesto.