¿Volveríamos a sentir lo mismo, pese al sobresalto de aquel lance?


En aquel momento querría que hubiese centenares de testigos presenciando lo que nos sucedió a mi hijo Felipe y a mí, en la finca de El Rapao, cuando de repente nos sorprendió un venado y al dispararle el joven montero y herirle, se fijó en mí, que estaba algo distanciado de él y berreando a toda carrera me obligó a agarrarme a un árbol y darle un pase, que ni un torero lo hubiese mejorado, tiempo que necesitó para rematarlo cuando intentaba volver a la carga con su brama impresionante.
Bueno, pues entonces… me acerqué hasta su postura y le felicité por su temple, pues el venado venía en serio y todo aquello nunca lo he dejado atrás en mis recuerdos monteros y hoy deseo que toda la gente lo sepa. ¿Cómo podemos olvidarlo? …Y yo quería, que lo que hizo, lo hiciese cerca de mí y cuanto antes. Fue un lance inesperado frente a un animal salvaje en pleno celo. Nunca le tomé las vueltas a una res, de poder a poder, teniendo el rifle en mis manos, pero en esta ocasión lo solté rápido entre las jaras, porque no podía hacer otra cosa que no fuese abrazarme al chaparro, seguro que en su veloz carrera me hubiese arrollado. ¿Volveríamos alguna vez a sentir lo mismo, pese al sobresalto de aquel lance? Probablemente no. La tarde indiferente pasaba y las nubes cargadas de agua se estiraban por lo alto de los collados sombríos y por el monte de jaras, balanceando sus cuernas, caminaban Candiles y Filigrana, trepando el impenetrable chaparral por donde gustaban pasear el inmenso verde que abre las veredas cada día y aún sorprendidos por el sobresalto de la escena que presenciaron desde el puntal donde se encontraban. —No creo, muchacho, que prestes demasiado atención a lo que voy a contarte —dijo Candiles— pero ya lo entenderás cuando tu corazón se conmueva ante algo que no tendrá más remedio que ocurrir y tienes que estar preparado. El escudero no esperaba estas palabras y máxime después de lo ocurrido hacía un rato con lo del ataque de aquel colega. —A lo largo de los años, todo dios viene recorriendo la sierra con el achaque de la cacería. ¿Cómo podríamos hacer una ley para aquellos que carrilean nuestras lindes buscando hacer su apaño? Pero como pasó lo antiguo, lo que era de todos, llegó lo moderno y nadie dijo nada del furtivo que saltaba de noche los serrallos solitarios, aunque fuese descastando reses de parte a parte. Y pasó lo qué pasó. Casi acabaron con todo lo que tenían cuernas y colmillos y puede ser el motivo por el cual, poco a poco, fueron cercando las fincas, sin echar cuenta del daño que hacían a la gente que ya no podían montear en lo libre —donde siempre lo hicieron— porque pusieron puertas al campo y llenaron de reses los cercados. ¡Qué desconsuelo tan grandísimo! ¡Adiós a los claros días de largo camino, tras la res levantada careándose, que ventea y se marcha. —Señor, con estas cosas —tapándome del guarda y los perros— ya he visto las lindes donde están clavando troncos de acebos y las reses andan por allí desconcertadas. —Los cochinos de tanto jaleo en los montes, antes se arrimaban de día a la montanera y al quejigal, y ahora lo hacen de noche a las tierras negras donde hay raíces que ellos sacan con las jeta y de día se suben a la tranquilidad de cualquiera umbría salpicada de limpios, a ver los ires y venires. ¿Qué remedio les quedan? —Y nosotros, las reses montunas, no tenemos culpa de este aburrimiento en la tierra. Tanto ruido de tractores y camionetas, cargadas de gente para ganarse el jornal, motivó que las reses no quisiésemos padrear fuera de los vallados que atravesaban nuestras hermosas alamedas y la gente al no tener cuartos para montear allí dentro, se arrimaban a lo que fuese y las rehalas latían desesperadas frente a los alambres de espinos. —¡La perra! ¡La perra podenca que está ahí enganchada! —gritaba el guarda intentando que le ayudasen a desclavarla. —La verdad sea dicha, no sé qué te habrá parecido cuanto te he contado y lo que está sucediendo por aquí. —¿Y qué quiere usted que yo le diga? —respondió Filigrana. El monte, como otras veces, no sólo olía a tierra mojada, sino también a trochas de reses ausentes. Yo estaba acostumbrado a ese olor en mi postura, pero aquella tarde se aspiraba la sierra de forma diferente llena de musgo y de silencio.
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