Los largos atardeceres del verano


Mi buen amigo Antonio Pérez Henares, escritor y montero, publica este mes en la revista Federcaza un artículo titulado ‘Crepúsculo sobre el agua’ y, en esta ocasión, no habla de caza y las únicas armas que le acompañan por el monte son unos prismáticos y una cámara de fotos.
Y es mi deseo destacar algo que me llamó la atención, conforme iba entrando en su lectura y que nos ofrece a cuantos las leamos: «Cuando el sol oculta por fin su sangrienta agonía, cuando la luz del crepúsculo se evapora y el cielo oscurecido preludia el brillo aún inexistente de la primera estrella, cuando el día ya muere, y ha muerto, pero la noche aún no ha nacido, es el silencio». Y hoy que es un día caluroso de agosto cuando dice: «Los largos atardeceres de verano y sus lentos crepúsculos son unos de mis momentos preferidos para quedarme quieto y en silencio en pleno monte, al lado de cualquier punto de agua sea éste una charca, una fuente o algún tramo de un arroyo o un río». Por eso nosotros, que sabemos disfrutar de la naturaleza, tanto tú en tu libro La mirada del lobo —que conservo dedicado— como yo en el mío de Candiles, les ofrecemos sus páginas por si algún compañero desea comprobarlo. En tu artículo, y en el mío, al que ahora me referiré, hoy no comentamos actividades cinegéticas. Hoy, estamos más cerca de las criaturas silvestres e incluso, en ocasiones, hablamos con ellas.
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Faltaba poco para la amanecida, pero en ese momento era reacia a irse. Pensé en Sierra Morena. Era lo único que veía a lo lejos y empecé a escribir bajo el pasto que brilla al sol. Al cabo de unos instantes me encontré con Candiles, echado en el suelo de una lentisca y me senté a su vera. Nos miramos durante un largo rato. El venado abrió la boca e intentó decir algo, pero yo tenía ganas de hablarle y ahora estaba deseoso de hacerlo. Entablé conversación, encendiendo un cigarrillo. —Disculpa Candiles, es sólo encontrar respuesta a la necesidad de quedarme contigo. Me siento confundido fuera de este paraíso que te rodea. —No. No te vayas. Charlemos como dos viejos amigos que estuviesen pasando el rato. —Por favor, escúchame. —Sí, ¿por qué no? —Porque… recordarás que en una ocasión te dije que valía la pena carear esos serrallos de luz bermeja que alegran la vida y me duele separarme de ellos, donde los verdes ventean de tallo en tallo. —¿Sin duda quieres mucho a estos portillos? ¿Verdad? —A veces me parece que hablo con ellos en voz baja, donde la imaginación corretea por los encinares de las peñas desnudas y entre el soplido de los vientos sobre el horizonte brumoso, algunas tardes me vuelvo para echar un vistazo al parpadeo de los robles dorados y no me encuentro solo. —No te emociones y dime, ¿qué te pasa? —Me gustaría comentarte, sólo por curiosidad, que al recordar estos portillos es como explorarme a mí mismo. Tal vez, mi gran estima a su mensaje sobrecogedor que esparce en mi mano olorosas semillas de espliego, donde ella y yo, desde muy atrás, recorremos sendas de retamas como un apasionante desafío. Bajé, la cabeza, con aire pensativo. —Lo cual quiere decir —sonrió Candiles— que no se merece esta sierra que cada senda pueda ser una trampa, vigilada por el rifle listo para abrir fuego. Me puse en pie y le dije: —Tendremos que volver a hablar. —Otro día, tal vez… La amanecida se acercó, aunque no con mucha fuerza, y empezaba a tener la sensación de estar soñando. Me sobresalté. Cerré la ventana y miré el débil resplandor que penetraba en la pared. Parecía distinto e irreal. Súbitamente me dormí.
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Te recuerdo Antonio, cuando la Real Federación Española de Caza me concedió el trofeo DIANA CAZADORA —verdadero orgullo a mis años de viejo montero— que tuve el honor de que fueras tú quien me presentases en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid. Cuando terminó el acto, me acerqué a nuestro Presidente, le abracé y le dije: «¿qué quieres que te diga, Andrés? Por lo menos he conseguido que mi hijo Felipe continúe la tradición de montero noble y honrado».
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