El teckel


Sentí curiosidad y no pude por menos que contemplar lo que ocurría cerca de la marea desafiante del arrollón de perros que encendían con sus ladras el alborotado portillo.

De repente y frente a mí, un Teckel corría desesperado hasta colarse en medio del agarre de los perros que tenían cogido a un macho de Arruí y cuando intentó morderle y verse los dos frente a frente, recibió tal topetazo en el pecho que le destrozó los costillares y murió entre sollozos, sin que nadie le amparase. Acababa de hacer una demostración no ensayada, sin conocer lo que podía ocurrirle. Un mastín al verle como había quedado y contemplarle todavía envuelto entre las matas abiertas de temblor, salió en persecución del Arruí hasta morderle de nuevo, esperando la llegada del rehalero que ya acudía con el cuchillo en la mano para rematar el doloroso lance con una certera puñalada en el costado. Por lo que me cuentan, éste no fue su primer enfrenamiento en la sierra acompañando a la rehala y por cierto no soportaba ser el último en apretarse junto a ellos en los agarres, causando sensación sus latidos entre los hombres, como si fuera un perrillo puntero, porque siempre era el primero en avisar donde se encamaban los gorrinos por barrancos de mil leches. Y nada más soltar, eso era lo suyo. Nadie podía seguirle en los morretes anhelantes, nadie sabía siquiera cuánto tiempo tardaría rastreando los portillos de negras cuernas o cuándo volvería por la risquera jalando detrás del jabalí navajero que le gruñía porque le molestaba que le persiguiese con su ladra subiendo la cuesta más pina. Hubo gente que al escuchar tan insistente ladra, comentaban con el Postor. —Ése ya no se para hasta que eche al guarro de España. Y en una de las arrancadas del verraco, sorprendió de repente al Teckel, dándole un navajazo en la garganta, sin misericordia ni escape, llevándose por delante sus cuerdas bucales y desde entonces se acabaron sus fuertes latidos. Pero él seguía por los montes con su ladra de pito animando el ladrisqueo de podencos campaneros, donde nada pasaba desapercibido pisteando sendas tortuosas y arrancadas encendidas de reses careando las umbrías. Antes de fallecer había dejado preñada a la perrilla Jara que tuvo un mal parto y sólo sacó adelante a un perrillo de pelo duro y los mismos andares de su padre. Pasó el tiempo necesario y lo sacaron al monte con la lección aprendida, pues desde el primer momento cataba todos los vientos. Le pusieron de nombre Romero y en el primer ganchillo que se hizo en un cerro muy querencioso, nada más soltar los cuatro perrillos que sacaron de la perrera, se puso delante de ellos y le faltó tiempo para dar con los rastros frescos de una camada y los otros acudieron veloces a su llamada. Se oyeron unas repetidas palmadas dando a entender que, aunque joven, era digno de su padre y las expresiones alegres de los presentes obligaron al perrero a inclinarse para besarle y rodearle entre sus brazos. El perrillo le miraba sorprendido.
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