Las tablillas
Corrían rumores de que habían quitado tablillas de los montes y que en su lugar colgarían, en las ramas de jarales y carrascas, tiras blancas de plástico con el número de las posturas pintados con gruesos rotuladores negros.
¿De qué se extrañan al conocer la noticia? Amigos, cuando lleguen a su puesto miren con asombro ese colgante, que más bien parece el anuncio de cualquier mercancía, y no el de aquellos pequeños trozos de madera donde los postores escribían los números —en ocasiones al revés— y que, con el aire del vendaval entre las bellotas de la coscoja, sonaban como campanillas por el horizonte verde de los crestellares. No sabían qué año las ataron allí e ignoraban todavía porqué las preferidas de los monteros siempre eran las que colgaban en bosquecillos de las traviesas, y no aquellas de las cuerdas altas de los páramos verdinegros por donde huyen las reses al oír el primer ladrisqueo de los perros de la suelta y hay gente que no les hacen gracia estas armadas y, si no tienen buenos pies, subiendo arriba y abajo, están deseando llegar a su postura y si por casualidad abatiesen una collera de buenos venados que estremecieran sus pechos de emoción, sería la suerte quién les citó al pie de aquella tablilla, a la que miraron con expresión nerviosa cuando la alcanzaron a toda prisa. Por muy extraño que parezca no le sorprenda que a veces dancen con los zorzales al viento de la libertad y que sólo se hable de ellas al colocar la fina mira del rifle en el codillo de un verraco adulto. Pero se imaginan qué resplandecientes y cuánto viso hacen ahora estas hileras de plástico en las armadas, estirándose varios palmos más que el tamaño de las clásicas tablillas de madera y ver hoy cómo invaden trochas y sendicas en mitad de las armadas. Un carnaval, donde todo antes fluía placidamente, y no sé muy bien de quién fue la idea que me proporciona la ocasión de referirlo antes de hacerle la fotografía a la que tenía amarrada en una rama del puesto, que me tocó en suerte, en mi última montería.
Se están perdiendo las buenas costumbres
Se están perdiendo las buenas costumbres y hasta las tablillas que durante siglos sufrieron las oleadas del aguacero otoñal; el frío de las umbrías del remate: la soledad a tantos vientos; las claras noches enfrente y la imperturbable paz serenísima de albas inacabadas; adquieren hoy un carácter siniestro al ver el esplendor de estas nuevas tablillas y en apariencia no es envidia lo que sienten por ellas, ya que sólo hay un lugar donde siempre estarán, y es aquí en esta selva chiquitina donde siguen vivas, anunciando a todos los portillos que nadie puede, por siempre jamás, apartarlas a un lado y lloren de rabia después de acompañar a la espera de las reses a tantos monteros buenos, aguantando mecha entre gajos de la niebla y verse arrodilladas de jaras bajo los brotes de arrayán que las sostienen entre los tomillares que las van meciendo.
De manera que, gracias a una de ellas, conservo el recuerdo de la tablilla de la armada del Carrizuelo del Hoyo de Mestanza, cuando antes de empezar la montería cruzó por delante de mí un venado de postín y cómo el guarda de la finca quiso acompañarme, llevando atado en su caballo mi rifle y tardó bastante en entregármelo, no me pude hacer con él y después, cansado de mirarme, traspuso por un regajillo, y hasta me dejó que le tirase una piedra cuando cruzó por delante de mí, sin que a mí me diera sofoquina. Más tarde me acerqué hasta la horcaja donde colgaba la tablilla, le corte la cuerda que la sostenía y me la guardé en el chaleco.
Seguramente el venado pensaría que olería a él y seguía mirándome con expresión de curiosidad.
Y así fue lo ocurrido.
Eran cuatro horas montados en bestias —no acostumbradas a llevar extraños en sus lomos— y de ahí que el guarda que venía observando al venado desde hacía varios días donde campeaba la tablilla, se brindase a llevar mis trastos para que el animal no se espantara con el roce de las matas y nos despeñásemos por aquellas profundas barranqueras.
De repente levanté la vista y observé a un joven vareto que se acercaba rápidamente al encuentro del venado, jadeando y tembloroso, con el rostro muy pálido, que me dejó anonadado, seguramente por haberse alejado de su lado y no imaginó que al no advertirle de mi presencia al descender de la caballería, la muerte cruzó por aquel portillo y le pudo ocurrir lo impensable a Candiles, y yo no hubiese escrito estos relatos.