Con el aire a nuestro favor


Ya han vuelto los hombres a Sierra Morena. Al desenfreno de las monterías. Lo que significa que durante cinco meses, todo aquello que estaba tranquilo volverá a ser diferente y un lugar muy triste para las reses que habitamos los montes de Andújar.

La alegría perdurará en el recuerdo de otros días y la confusión nacerá entre latidos graves de rehalas y voces de perreros en su incesante afán de obligarnos a saltar de repente de nuestros encames a través de apretujadas trochas de jarales que provocan estallidos de furia. —Filigrana, prepárate que esto ya ha empezado y tiene que decidirse de un momento a otro. Espero que me demuestres que eres el más valiente escudero que mejor regatea a los perros, haciendo todo cuanto sepas en la primera ocasión que se presente y no te fíes de absolutamente nadie. —Mi instinto no me suele fallar y cualquier movimiento extraño que adivine, será suficiente para avisarle, evitando así entre los dos, que nadie nos pueda sorprender y hacernos daño. Candiles, se limitó a inclinar la cuerna para manifestar su asentimiento. —No hables fuerte —le pidió, en tono apesadumbrado. Y guardaron silencio al ver a dos hombres que bajaban a trompicones la senda de piedras de la solana después de colocar en las ramas de los árboles las tablillas de los puestos, prueba evidente que pronto se iba a dar la montería. Filigrana, se hallaba con la mirada fija en aquella gente, que interrumpieron su careo y, Candiles tuvo la impresión de haber escuchado a uno de ellos pronunciar su nombre.
Candiles le pidió a Filigrana que estuviese atento a cualquier movimiento
Una brisa muy suave, acariciaba las ramas de las encinas en el silencio tan característico de la sierra y ello hacía que todos los olores llegaran tímidos hasta alcanzar la expresión tensa de sus caras. Empezaron a aminorar la marcha y con pasos cada vez más lentos se dirigieron al sopié desde donde divisarían una parte importante de la mancha, como habían venido haciendo cuando presentían alguna amenaza. Para su asombro, llegó hasta ellos la conversación que de regreso mantenían aquellos hombres cerca de la casa: —Tengo que advertirte, Mariano, —le dijo el guarda— que vimos ayer tarde un venado grandísimo de cuerna, moviéndose por las cañaíllas de esos cerros, acompañado de un escudero varetón. —Y ¿cómo va de leña? —Veintidós varas lleva en todo lo alto, por lo menos —contestó haciendo un ademán con los brazos, exagerando aún más su tamaño —¡Venga ya, hombre…! ¡No será tanto! —¡Lo que te digo! Ya veremos cuando entren los perros y muevan esas resolanas, pues no he visto otro igual desde hace años. Ojalá tengan ocasión de tirarlo. —¡Ea, con Dios, y hasta más ver! —se despidió el postor, desplazando la bestia hacia el atajo de Andújar.
A pesar del largo rodeo que hubieron de dar, observaron que ya había algunos arrieros a la entrada del cortijo junto a un grupo de bestias que llegaron al amanecer para llevar a los monteros hasta sus posturas de la cuerda. Los pensamientos de ellos fueron interrumpidos por la llegada de varios coches y tres camionetas que traían a los perros. Candiles se encontraba tenso y nervioso porque presentía que su vida desde ahora dependería de un empeño por mantenerse alejado de aquella amenaza creciente que se cernía a su alrededor y, para más sorpresa, dos minutos después, empezaron a oírse los perros de la suelta y fuertes voces sostenidas, haciendo un tremendo jaleo incitante que encendían las jaras del monte… De repente un perrillo puntero avisó desde lo alto de las peñas y todos volvieron veloces, latiendo a media ladera de la umbría entre los disparos de escopetas y las carreras desesperadas de varias ciervas y sus chotas, rompiendo jaras con sus pechos y siendo sorprendidas por los que venían a su encuentro. Al verlos, saltaron por encima de ellos. Tres monteros bajaron sus armas cuando las ‘orejonas’ cruzaron por delante, dejando desesperada a una de las crías, que enseguida la agarraron entre lamentos que desgarraban los alcornocales. Después pudieron despistar a sus perseguidores, regresando los perros a la llamada de los rehaleros para reunirse de nuevo y seguir acechando, aquí y allá sin descanso.
Candiles estaba nervioso sabiendo que debía mantenerse alejado de allí
—Será mejor, Filigrana, que te prepares ahora mismo —dijo el venado— ¿tú has visto alguna vez algo parecido? —Menudo susto se han llevado esas ciervas mirando a su alrededor, buscando quien pudiera acudir en su ayuda. ¿Cómo puede permitirse que se valgan los hombres de manadas de perros para que los sustituyan en nuestra busca, en lugar de ir ellos a vérselas con nosotros? Tendrían que comprenderlo. —Sé que será difícil enviarles lejos de aquí. Han hecho demasiadas cosas para que no desperdicien un solo minuto en perseguirnos y terminar de cercar los portillos que aún queden libres. Mientras, en lo sucio del cortadero, entraba de repente la voz fuerte del rehalero: —¡Ahí va el venao p’al collao! ¡Hala con él, machejo, hala! ¡Que es de los buenos…! Un montero esperaba con el oído colgado del campo, a que asomase el venado balanceando su hermosa cuerna y antes de que diesen con él, brincó por detrás de la madroña espesa que le ocultaba y éste al sentir su carrera cada vez más cerca, disparó a bocajarro evitando que se colase en la entramada fronda y huyese después. No parpadeó. Por desgracia, su hora postrera le había llegado. Dio un brinco y quedó seco frente a él. —Filigrana, tenemos suerte de contar con el aire a nuestro favor. ¡Que si no…!
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