La berrea
Aquella tarde invité a Filigrana a contemplar cierta reunión que estaba a punto de celebrarse en el llano de El Encinarejo y, desde donde hacía varias horas, acudían grupos de ciervas en medio del sofocante calor del silencio vespertino.
—Ven —le dijo Candiles, acompañándole hasta donde no pudieran verles ni oír sus conversaciones. Una de ellas se moría de ganas de que pronto les rodeasen los jadeantes venados y era la que parecía llevar la voz cantante: —Tengo que deciros a las jóvenes, es decir, a las que todavía no habéis sentido el placer de estremeceros con la caricia del amor y con el gozoso salto del macho sobre vuestras ardientes culatas ¡qué llega enloquecido!, y a veces hasta podéis quedaros sin respiración, mientras el venado lanza un anhelante gemido y un berrido tan profundo que incita a otros machos a intensas peleas con sus afiladas cuernas, y al separarse de vosotras nunca sabréis cuándo volveréis a verles —continuó hablando—, por ello debéis reuniros en pequeños rebaños y que sean ellos quienes cubran a las que prefieran y vayan después recogiendo a las que traigan aquellos pretendientes más débiles, qué vencidos, huirán a otros montes.
Candiles invitó a Filigrana a contemplar un grupo de ciervas a la espera de machos
Filigrana comprendió, al escuchar a la cierva, que deseaba recibir la fuerza vital de galopadas de ciervos, llenos de coraje y sexo ardiente, aunque aún no se percibía fuerte la berrea. Hacia fresco y empezaba a caer una fina lluvia que animaría el celo de los machos desafiando a sus contrincantes con fuertes topetazos de las cuernas, y que podían oírse a gran distancia por la espesura de los portillos.
—No te preocupes muchacho, que ya me encargaré yo de que persigas a la chicas más bonitas que careen por aquí, aunque tenga que vencer al ciervo feroz que se atreva a luchar conmigo —le dijo Candiles, en tono simpático, tratando de que no se enrojeciesen más sus mejillas.
—Quiero advertirle, que será la primera vez.
—No me digas, ¿todavía… no?
—Es que ahora de horquillón, pienso yo, la cosa será diferente que en la berrea anterior de vareto, ya que sufrí mucho y los mayores me hicieron tantos chichones en la cabeza cada vez que me acercaba a sus ciervas, que se me pasó el celo y a nosotros no nos ocurre como a los hombres que todo el año tienen ganas de hembras y sin embargo a los cervunos sólo se nos alegran las pajarillas durante mes y medio y, eso según vengan las lluvias de septiembre.
—Así es. ¿Y ésa es toda tu preocupación?
—Pues sí. Y, además, yo entonces no le conocía y nadie me defendió. Aparte de que a los varetos les tienen muchas ganas, porque dicen que se meten donde nadie les llama y siempre andan corriendo ciervas, de un lado para otro.
—Entonces… ¿nada de nada? ¿Verdad? —y soltó una carcajada.
—Pues, sí. Y aún me acuerdo, que no tuve más remedio que disimular mi fracaso, en la esperanza de engañarles y hacerles creer que andaba agotado de tantas jovencitas como conseguía, mientras los grandes ciervos luchaban en feroz desafío y yo les arrebataba las chicas que podía. ¿Qué debía de pensar la sierra de aquellos intentos míos, empujado por el celo que deseaba con toda mi alma y dejasen a mi cuerpo sin el placer que otros disfrutaban en mi presencia?
—Me complace decirte que todo va a cambiar para ti en ésta berrea que ahora empieza.
—Ah, ya comprendo —dije con una sonrisa en los labios—. ¿Es qué me va a ayudar?
—Pues, claro que sí. Y, además, Filigrana, tú te lo mereces y siendo tan fuerte horquillón vencerás a más de uno.
—¿De veras? —pregunté con esperanza.
—¿Acaso lo dudas? Ningún colega echará su cornamenta hacia adelante, viéndonos a los dos juntos —dijo Candiles, con una clara y directa expresión de furia.
—Aunque sigue en pie la veda y nadie puede cazar todavía, quiero decirte Filigrana, que los hombres nos recechan en sus fincas durante la berrea, siguiendo la fortaleza de nuestros berridos y resulta más fácil abatirnos en este tiempo, que esperar a que nos arrastren los perros hasta las posturas durante las monterías y seleccionan de esta suerte los mejores trofeos, difíciles de conseguir en las monterías.
—Pues hay que andar con sumo cuidado porque intentarán hacerse con usted y el celo le tendrá menos avisado y cada vez que berree con su voz fuerte, será más fácil que le derriben sin que le de tiempo a huir de ellos.
—Pero, para eso estás tú. Para avisarme y estar muy atento en el monte, pisando de puntillas todas las trochas del camino.
La esperanza de los de Andújar no desfallecía de poder oír la brama de Candiles, que ya era una leyenda, mientras por una empinada rehoya bajaba bramando sin parar acompañado de seis ciervas y seguido de cerca por Filigrana, de cuya garganta algunas veces salía su grito un poco enronquecido. De repente el venado dio un salto sobre una de ellas y la cubrió con verdadero apasionamiento. Después se separó, alejándose al encuentro de un macho cuya berrea dejaba sin resuello los manchoncillos de las lindes. Momento que aprovechó el escudero, para tímidamente, detenerse delante de una hermosa cierva que le esperaba con su cabeza entre las patas delanteras, lo que le daba un aspecto de pudor. Vaciló antes de alcanzarla y, al poseerla, se acabó su adolescencia. Suspiró con fuerza mientras se estremecía encima de ella acariciándola con el rostro. Era la escena más inocente que uno puede imaginarse. Y Candiles salió al encuentro del venado que se la tenía jurada y éste ni se atrevió a berrear para no enojarle.