Un disparo en la noche
Candiles vio ocultarse a un furtivo detrás de la vieja tapia del chaparral de Navalsach, que le permitiría dominar mucho terreno. Debía de proceder de algún lugar lejano por el brillo que despedía su ropa y que en lugar de gorrilla, cubría su cabeza con un gorro de lana negro. ¿Sabría de sobra Candiles, la pinta que lleva ésta gente, sus pasos sigilosos por las trochas y las constantes esperas que le hacen los de Andújar? Por un instante, el cervatillo Filigrana parecía distinto.
Caminaba junto a su maestro, como si tanteara el terreno, hasta situarse unos pasos por delante suya, después de hacerle una seña para que entrase bajo los arcos de un espeso rosal silvestre, donde permanecería oculto, antes de que pudiera ser sorprendido, mientras él vigilaría cada movimiento de aquel peculiar individuo. ¡No quiso discutir quién lo venteó primero! —Me complace verte tan animado en tu primera acción como escudero mío –dijo Candiles sonriendo– y espero que ese listo se largue pronto y su absoluta quietud y desconsuelo, premie el celo del fracaso, que bien merecido lo tiene. —¿Era así, como le cuidaba, Campanillo? —Por supuesto que sí. ¿Es que acaso todavía le envidias, Filigrana? —No es envidia –dijo en tono pensativo– tan sólo llevo unas semanas a su lado y continuo en constante tensión para evitar que nada le sorprenda –y ésta vez sonrió, abiertamente y sin disimulo alguno. ¿Qué quería decir con eso? ¿A qué se refería? ¡Bien sabía que acompañaba al más valiente ciervo de toda Sierra Morena y que no podía perdonarse ningún despiste que le dejase sin habla! —Por cierto Filigrana, ahora recuerdo haber visto una bicicleta apoyada en el tronco de un chaparro cuando cruzamos hace unas horas el cortadero y pienso que en ella llegaría ese furtivo y ahora quiero que la encuentres y cuando la hayas localizado, te lías a pegarle golpes con las patas a las ruedas, lo más fuerte que te sea posible, ya que con tus dos cuernecillos aún no puedes hacer nada, y cuando éste vaya a buscarla –sin haber visto ni un rabo– se la encontrará destrozada y entonces tendrá que largarse a pie, echando por su boca sapos y culebras y se le quitarán las ganas de volver a pisar nuestros montes.
El jabalí, de más de 100 kilos, venía a morir. Nadie puede imaginarse como impone un disparo en la noche, ¡eso es para vivirlo!
—O sea, ¿qué debo de marcharme ya? Espero regresar cuanto antes. ¡Qué día tan memorable para mí! –dijo en tono pausado, mientras sin hacer ruido, intentaría cumplir la orden de Candiles.
—Lo más conveniente será que camines con pasos rápidos, antes de que se largue y vaya a recoger la bicicleta. ¡Ah! Te advierto, que estos no respetan ni a los varetos y sólo vienen a por carne. Y éste es el regalo que hoy te ofrezco y por tanto no debes despreciarlo. ¡Adelante, mi querido Filigrana!
Al oír esto sus ojos se pusieron redondos como aceitunas.
—¡Pues ya veremos cómo irá la cosa! –añadió, con una voz que no parecía la suya.
Se limitó a mirarle sin decir más y desapareció por el jaral adelante, corriendo a todo meter, bajo la luz del ocaso, como si todo aquello fuera una simple prueba de obediencia hacia su maestro.
Y como era de esperar, cuando regresó, le contó a Candiles el estado en que quedó la bicicleta después del ataque y le mostró sus patas en carne viva y una extraña sensación de frío envolvió el cuerpo del venado al verle como llegaba. Acaricio su cuerna y le consoló como si fuera Campanillo.
El joven vareto sollozando de emoción, y muy erguido, caminó en silencio hacia unas peñas para seguir vigilando. Se levantó un vientecillo que penetraba hasta el horizonte de encinas que cubrían los altos de envilecidas torrenteras; los cielos se oscurecieron y torrentes de lluvia inundaron la mayoría de las trochas, como tantas otras veces, borrando el pezuñeo inconfundible de las reses y, el perfume de la gramilla del lentisco se intensificaba con el aroma de la tierra mojada.
Filigrana, observó un muy ligero movimiento faldeando el regato de enfrente y como un chacal jadeante, cruzó ante ellos un jabalí navajero de melena oscura que agitaba las ramas –en lo tardío de aquella hora– alejándose hacia una charca helada, que los relámpagos la hacían de plata. Catando todos los vientos, miraba y remiraba, sumido en un repentino silencio, cuando un impresionante trueno desgarró las copas de los árboles. Entretanto, turones y comadrejas, presintiendo el trasiego de su inquieto visitante, escaparon a esconderse entre las piedras de sus madrigueras. Allá iba el marrano, deteniéndose de vez en cuando con aire receloso, pese a sus más de cien kilos que movían las jaras con sus jamones… Una de las veces que los relámpagos iluminaron la trocha que careaba, Candiles, vio su gacha cabeza por donde asomaban dos buenas navajas, pese a la oscuridad que reinaba y el olor a hombre se extendía por la agria soledad, creciendo como una mala hierba, y abriéndose camino hacia la tensión de la espera… ya que por allí venía a morir.
Nadie puede imaginarse cuánto impone un disparo en la noche, ¡eso es para vivirlo! Al oírlo el venado, avanzó sin la menor duda, hasta contemplar el cuerpo sin vida del cochino dentro de la charca fría ¡que un balazo de mano maestra, reventó su codillo! Sin soltar un gemido de dolor. Aclaraba el día y por los montes corría el rumor de la muerte del jabalí. Al sendero humilde de los encames –donde no importa la derrota porque la envidia está en otro sitio– le sobrevino un repentino deseo de condenar el trallazo de esa escopeta y la mano que apretó el gatillo al amanecer.
—Imagínese Candiles –dijo Filigrana, con un hilillo de voz– que yo creía que en la veda, podíamos repechar sin ningún miedo los montes y ahora resulta…
—Querido muchacho, no tenemos más remedio que tener cuidado donde se ventila la vida. ¿Qué esperas?