El regreso…


Este portillo me permitirá dar a conocer el nuevo careo del ciervo Candiles, cuando en el último capítulo de mi libro —del que es protagonista— un día brincó de entre sus páginas, trepando puntales monte arriba, luciendo su poderosa cuerna, de encina en encina, seguido muy de cerca por el trote veloz de un nuevo escudero varetón, a la muerte de su, hasta entonces, fiel compañero Campanillo.

Por donde el día arranca. Donde el camino salvaje se arrodilla abriéndose al aire libre de las adelfas, por allí perdí para siempre los rastros de Candiles, en la honda soledad de mi tristeza, en medio de la cuerda más alta de un portillo de Sierra Morena de Andújar. Ahora, será él quien nos relate su careo por el viejo montarral donde el sobresalto se cita a toda carrera y así los lectores no me preguntaran más: ¿Qué fue de Candiles? ¿Lo agarró alguna de las rehalas en alguna montería? ¿Acaso lo mataron…? Pero la muerte del venado Candiles, a pesar de los hombres, a pesar de no haber tenido más remedio que seguirle en el embrollo de las monterías, jamás pasó por mis pulsos calientes, que lo cobrase algún montero y no tuve más remedio que decirle, cuando mi pluma quedó sin tinta: «Adiós Candiles. Valía la pena que contase tu vida desde tu nacimiento en aquel prado de yerbas frescas de Los Chopos del Encinarejo. Valía realmente la pena que te conociesen mis lectores».
Candiles encontró un nuevo escudero al que llamó Filigrana
Bajo las nubes que corrían de este a oeste, se pararon las reses detrás de una lentisca observando el cerro que tenían delante y al ver moverse las matas, abriéndose y cerrándose al paso de la brega de algún jabalí macareno o de algún podenco solitario, esperaron atentísimos para conocer lo que apareciese por la monda de enfrente y cuando ya preparaban la arrancada para brincar de allí, de repente apareció la imagen encorvada de un hombre mayor (caminante de revueltas) cargado de leña sobre los hombros y apoyándose en un bastón de enebro, que ni siquiera al cruzar por delante de ellos, fijó su rostro en las matas que les ocultaban. Y aunque venía solo, sentían el corazón en las orejas y no dejaban de moverlas en todas direcciones, intentando tranquilizarse, cuando ya se alejaba por la senda que le llevaría hasta la soledad del chozo que habitaba en el valle, donde el humo de la chimenea, cargada de olor de varetas de jara, perfumaba a una tropilla de muflones en mitad de la linde del altozano. —¡Muchacho,ven para acá! —se apresuró a decirle Candiles— vaya susto que nos ha dado ese anciano y te advierto que si quieres seguir conmigo, te pido que no te alejes de mi vera y me avises si ves algo extraño entre el monte. —Así lo haré, pero me falta experiencia y espero ir adquiriéndola con el tiempo —añadió el escudero—. —Muy bien. Creo que me servirás tan fiel como mi anterior escudero —y esbozó una sonrisa, como queriendo decirle: ¡Qué le vamos a hacer!—. Y al tiempo de seguir, cuando tomaban un risquete del regajo, sin demasiada prisa, le dijo en tono solemne: —Puesto que vas a caminar a mi lado por los montes, te llamaré Filigrana. —Como usted diga. Pero me gustaría más el de Campanillo. El ciervo, al recordarle este nombre, permaneció en silencio, mientras estallaba un fuerte berrido de su garganta, apartándose a un lado con la cuerna torcida sobre un zarzalón, como si éste oyese su pena. —Muchacho ¿cómo sabías tú ese nombre? ¿Es que acaso conociste a Campanillo, antes de que lo matasen en aquella montería de Pozas Nuevas? —No señor. Fue mi madre quién me habló mucho de él. De lo lanzado que era por defenderle y de la gran amistad que existía entre ustedes. —Algún día deberás conocer sus sacrificios y sus carreras para que me dejaran en paz y sólo me hirieron en una ocasión y él no tuvo ninguna culpa de ello —hizo una pausa—. Y a todo esto no me has dicho: ¿Qué te parece el nombre de Filigrana? —¿Quiere que le sea sincero? —Pues, sí. —Regular. —Y sacudió la cabeza—. —¿Y eso…? —Pues, verá usted. Es que como por la sierra se cuenta todo, van a recordar siempre este nombre con el de aquel guarda del Centenillo, el cual estaba muriéndose de pulmonía en su casa y un pariente suyo que vino de Andújar a visitarle, se sentó junto a la cama, y al ver a tantas personas como entraban y salían de la habitación para interesarse por su salud, va y le dice al oído: «Filigrana, mucha gente viene a verte…» Por un instante el ciervo Candiles no pudo aguantar la risa. Le miró con algo de sorna y le dijo: —¡Pues te llamaré Filigrana y no hay más que decir! Soplaba una suave brisa por los montes y los fríos de febrero, mantenían los últimos copos de nieve que cubrían el ramaje de fresnos en las umbrías, aunque en Sierra Morena no es frecuente la nieve, pero hay días, que cuando llegan los vientos del norte se extienden por las barranqueras de encames y de silencio, como un gigantesco abanico y entonces no tenemos más remedio que ir encamándonos por las morras de las solanillas, mientras las rehalas no den con nuestros rastros en las monterías y tengamos que salir en volandillas, brincando ribazos inmensos a más no poder, provocando inesperadas arrancadas y con suerte no rodar por tierra de un disparo, pues en éste tiempo ya están muy fogueados los monteros y no hay quien sujete los disparos aislados y repetidos de sus escopetas.
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