Incluso la vida

Una vez más, y desgraciadamente son muchas, ha muerto un cazador, de un disparo fortuito, mientras cazaba el jabalí en Luesia (Zaragoza). Caras tristes, angustia, pena y lágrimas contenidas con sollozos que cortan el viento.


Todos sabemos el porqué de estos accidentes, muchas veces lo he explicado en esta columna. Por eso no voy a repetirlo, por el contrario, a modo de homenaje a cuantos han caído, les voy a relatar una historia pequeña en contenido pero grande en sentimiento y nobleza: me la contaron con lágrimas de dolor en los ojos. Era José un hombre con cara de niño, serio, con andares pausados, típico de los perreros. Querido por todos aquellos que lo conocían y sabían de su valentía. Su afición a los perros nació en su alma sencilla. Quería ser como su padre, cazador y perrero, y nunca olvidó sus consejos: «No entres a los jabalíes de cara sin estar sujetos por los perros y cuando estén agarrados, anímalos, clava luego el cuchillo en el codillo todo lo fuerte que puedas sin que te tiemble el pulso. Cuando la batida se acabe, recoge y atiende a los perros, ellos son los primeros. Luego, en la casa, poco vino y menos chachaleo, porque quien mucho habla en materia de caza, siempre patina. Y para terminar, nunca olvides que para ser cazador y perrero no hace falta más gramática que la que ofrezcan tus hechos». Cierto día soltó José los perros en la mancha, al rato sintió ladrar a parado a su perro puntero. Rápido salió el resto de estampida en su ayuda, la ladra aunque parecía un infierno a oídos del perrero sonaba a música celestial. Raudo llegó José al lugar de la pelea. El cuadro era de lo más dantesco, tres perros con las tripas fuera, mientras el resto sujetaban al jabalí como podían. Ciego de dolor y rabia, empuñó el cuchillo y se fue derecho a rematar al macareno. No pudo hacerlo, un viaje del jabalí clavó los colmillos en su vientre. Sus ojos se nublaron, no podía más, la sangre corría a borbotones por su cuerpo pero, antes de cerrar los ojos para siempre, gritó una y otra vez animando a sus perros para que no pereciesen en el empeño. Murió como mueren los valientes, mirando al cielo, taponándose la herida y rodeado de sus perros. Silencio en la mancha, ha muerto un cazador de cuerpo entero. No más muertes, hay que mirar bien sobre qué se dispara y, sobre todo, no moverse nunca, nunca, de la postura por mucho que el jabalí se haya ido herido. Ya lo cobrará en su momento el perrero. Porque lo que de verdad importa en este arte que tanto nos une y motiva es llegar a casa sin sufrir percance alguno.
Comparte este artículo

Publicidad