Mingorras S.O.S.

Hace unos años, con la llegada del otoño, las becacinas o mingorras preferentemente arribaban puntualmente a nuestras costas. Sin embargo, por motivos nada concretos, al menos en nuestros campos, su presencia es ostensiblemente menor que hace unos años.


¡Cuánto añoran los cazadores vascos que peinan canas aquellas jornadas de caza de lagunejas en marismas y praderas cántabras! Algo parecido acontece con las avefrías. Posiblemente los motivos de esa supuesta regresión hay que buscarlos en la contaminación que sufren los campos. No en vano algunos biólogos estiman que uno de los mayores aportes alimenticios de estas aves se encuentra en los pequeñísimos arroyuelos que corren bajo la primera y pequeña capa de tierra.

¿Quizás el jugo de las plantas y la misma tierra acompañada de pequeños gusanos sean el sustento de las melancólicas avefrías y las preciosas mingorras? Bien podría ser. La becacina, mingorra, laguneja o agachadiza, de la misma especie y más pequeña que la becada, se distingue de esta por su color un poco más claro y por su forma más esbelta y elegante. No teme tanto a la luz del día, es más arisca y en vez de buscar asilo en los bosques da evidente preferencia a los terrenos pantanosos.

Gusta mucho la mingorra de los terrenos fangosos, arroyuelos y maleza de plantas acuáticas. Su vuelo es normalmente alto, rápido y sostenido, aunque algo irregular. Al remontarse en el espacio deja oír un silbido extraño o una especie de balido lastimero. Su caza se practica preferentemente entrando el invierno y su carne es de las más exquisitas de las aves cinegéticas.

Una vez que arranca la mingorra no debe el cazador apresurarse en tirar, pues al levantarse describe con el vuelo extraños semicírculos durante veinte o veinticinco metros para luego volar horizontalmente. Un solo perdigón es suficiente para que dé con su frágil cuerpo en tierra. Aunque no fácil, un buen perro picado las pone bien y resulta tremendamente grata esta modalidad.

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