Un premio de prestigio para un escritor prestigioso

Permítanme salirme de los habituales pastos legales propios de mi profesión de abogado y abrevarme en este caso en las aguas de la literatura. Confieso que el artículo es a toro pasado y a destiempo, pero las circunstancias lo han querido así.


El asunto es que hacía tiempo que tenía ganas de poner por escrito mi satisfacción porque el premio Jaime de Foxá se le otorgó este año a Arturo Pérez-Reverte. No conozco al escritor, aunque sí casi todos sus escritos, especialmente sus novelas. El premio es uno de uno de esos escasos galardones que conserva —como el personaje que le da nombre— lustre y esplendor. Me he alegrado que el galardón corresponda a un escritor que no caza, en lugar de a un cazador que escribe. Me parece un acierto por muchas razones. Me gusta Pérez-Reverte porque es un tipo que llama a las cosas por su nombre, sin ambages, sin contemplaciones, sin recurrir al lenguaje cantinflesco de los políticos y a la gran mentira de las medias verdades. Cuando yo era adolescente le recuerdo con el casco azul, el chaleco antibalas y la alcachofa en medio de aquel vendaval de odio que fue Sarajevo. Era otra de esas guerras de los malos contra los peores. De aquellos días salió Territorio Comanche, una de sus novelas. Durante unos años le perdí el rastro. Andaba yo despistado y en otras veredas y atalayas propias de mi edad. Fue el fenómeno literario de Diego Alatriste el que me enganchó de nuevo al personaje, y especialmente a su obra. Después, su Patente de Corso y artículos como Esa gentuza o Somos gilipollas me hicieron adicto, incondicional. Pérez-Reverte ha tenido la virtud y las narices de vender libros de literatura histórica y en cierta manera sacar del olvido una época, unos personajes y un unos hechos de la historia de España cuando a nadie parecía interesarle el Siglo de Oro, Blas de Lezo (el medio hombre), los tercios de Flandes o el dos de mayo. Y es que parece mentira que un país con tanta historia tenga tanta desmemoria; o que haya sido Anthony Mann el que haya tenido que venir a rodar a Las Matas una película sobre El Cid; o que el único período histórico que parecía existir para varias generaciones —como la mía— era una guerra incivil, la crónica de un duelo a garrotazos. Colmillos en la memoria es el artículo por el que el Real Club de Monteros le ha otorgado el Premio Jaime de Foxá al creador de Alatriste. En su estilo directo, duro, nos habla de su perro Sherlock (que se llama como el personaje de Conan Doyle). La descripción del perro es ¿pura poesía? El artículo es bueno, muy bueno, de los mejores que he leído. Impecable, redondo si quieren. Maravillosamente escrito, finalizado de forma ¿única?: «sí yo fuera perra, me lo…». Una pieza literaria de primera. Y además habla de caza. Como el Solitario de Jaime de Foxá la excusa es un animal, en esta ocasión un perro. Pérez-Reverte, desde su atalaya, desde su altillo de escritor de éxito, hace apología de la caza, del instinto venatorio de su teckel. Y ese es un gran servicio al colectivo, es una buena noticia para este mundillo cinegético lleno de plañideras y maricomplejines que entonan con demasiada frecuencia el himno machacón del «no nos quieren». Carácter es destino. Enhorabuena al premiado, enhorabuena al Real Club de Monteros y mi gratitud a Sherlock. PD: A mí Sherlock, sus maneras y su instinto de cazador me huelen a soldado viejo de los tercios. Su descripción me recuerda un poco a Alatriste.
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