La burbuja cinegética

España, nuestra sufrida piel de toro, el epicentro de la orgía especulativa y del préstamo con tele incluida. En esto de la caza, cualquier pelagartal cotizaba como el mejor coto de caza —pura seda, oiga— y los intermediarios aprovecharon la marea de billetes de la construcción que parecían estorbar en los bolsillos.


El boom inmobiliario, la dolce vita, el «esta ronda la pago yo», la trofeitis y la tontería a espuertas inundaron las cuentas corrientes de algunos organizadores y muchos se sumaron a ese tren y a esa fiesta. Todo el mundo organizaba algo. La caza alcanzó un precio inasumible para la mayoría de las carteras del aficionado medio y los ganchos, las monterías, los ojeos, incluso las cacerías de medio pelo se subastaban. Parecía no haber techo. Quién lo conoció, lo sabe. El castañazo de la crisis, el estallido de la burbuja inmobiliaria en plena cara, la asfixia financiera, y el estrangulamiento de la economía doméstica con una inflación galopante y una pérdida de poder adquisitivo (un billete de cincuenta euros no vale ni para comprar pipas), se ha instalado en estos dos últimos años. La agonía de la dificultad ha devuelto las revueltas, las desbordadas y procelosas aguas de los precios de la caza a unos cauces más normales y en las que, incluso los pescadores medios, pueden pescar: un baño frío de realidad. Además de la crisis, los dientes del conejo, su capacidad de multiplicarse y de llevarse por delante olivos, viñas, cereal e incluso los frutales que se le ponen por delante, ha traído del brazo el azote de los daños, los conflictos con los propietarios, la figura del perito acompañado del guarda recorriendo los hilos de olivos jóvenes para tasar la pérdida de salud de las plantas. Muchos cotos de caza, por esto de los daños, han dejado de ser jamón de pata negra para convertirse en caramelo envenado, y amenazar con quedarse libres como hace treinta años. Si no hay caza, malo, si hay mucha, peor. Nunca llueve a gusto de todos. Con crisis y con conejos, este otoño se seguirán organizando monterías, se seguirán vendiendo puestos, y dando cacerías de zorzales. Pero claro, no se venderá cualquier montería, ni cualquier puesto a precio de diamantes. La caza, en su faceta más comercial, se ha resentido. La caza, en su versión más social, sigue intacta: es ilusión en vena. La crisis pasará, la afición, las ganas de salir al campo, de esperar un gorrino o de chantear unos conejos, seguirán.
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