Falconeti

No recordaba un invierno tan duro, tan invierno. Si comparo con los años pasados, me viene a la memoria quizá un invierno en el año 1997. Recuerdo que un día nevó, y hubo que dejar la hacienda, recoger las varas, los mantones y volverse al pueblo. Lumbre, vino e historias, algunas, cómo no, de caza. Al fin y al cabo estábamos de temporal.


Creo que fue aquel día cuando Félix, apodado Zurriago, nos agasajó con la historia de Falconeti, que ¡agárrense los machos era el nombre de uno de sus perdigones! Aquel hombre, que aún vive, y que ha cazado, ha vivido y ha bigardeado a discreción, nos contó cómo un día que se dirigía a comprar matarratas y algunos cachivaches a Villanueva de la Fuente, sintió un golpe seco en la parte delantera del coche. Paró y vió por el retrovisor un perdigón tendido en el asfalto de aquella carretera comarcal por la que en aquel momento no paraban ni las águilas. Pensando en guisarlo, lo echó al maletero del auto, hizo sus recados y volvió al pueblo. A mitad de camino empezó a oír botijazos en la trasera del R-12 que conducía. Al llegar al corral y abrir atrás se dio cuenta que el perdizo aquel había revivido. Cojo, ciego de un ojo, y aliquebrado el bicho. Félix lo cuidó, se espabiló y vivió. Tan maltrecho quedó que decidió llamarle Falconeti, como al malo de tele también mutilado: cojo, manco y tuerto. Zurriago lo enjauló y un día se lo llevó de puesto a los Toconares. El perdigón resultó un fuera de serie, un verdadero Casanova en esto de atraer a las perdices de campo para que su amo las apiolara. Según Zurriago, el animal debió pensar: «Tú me has revivió, pues te voy a corresponder». Y claro, en lo único que podía corresponderle el animalito era en cantar en la jaula y atraer a sus parientes de campo en la temporada de reclamo. Era un verdadero hijoputa, decía, disfrutaba cuando le mataba los pájaros del campo, «se ponía mu flamenco». Sin que suene a cachondeo, la relación entre Falconeti y Zurriago llegó a ser tan estrecha que, cuando le apetecía, le abría la puerta de la jaula, y Falconetidime cuando sales se paseaba, picaba las hierbas del campo y se daba un paseo, para después, obediente, volver a su jaula. A su amo le gustaba decir que «aquel animal tenía más conocimiento que muchas personas». Tanto conocimiento llegó a tener Falconeti, que su amo, que tenía una discoteca, lo soltaba en un extremo de la barra para deleite de los parroquianos, y el perdigón, entre gordas y vasos de cuello largo, se paseaba de un lado a otro por el madero en plan chuleta. A Falconeti, el arrogante perdigón que se contoneaba cojitraneo por la pasarela de güisquis y botellines de la discoteca, el que sobrevivió a un accidente de coche, se lo llevó por delante un plomo rebotado uno de esos días plomizos de febrero. Descanse en paz.
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