La garrapata francesa

Hace un par de noches un servidor, en compañía de Jaime, un buen amigo, nos dispusimos a pasar una noche de espera, eso sí, con el entrecejo fruncido de nuestras respectivas. Pero allá que nos fuimos.


La afición arquera de mi compañero de luna, además de contar con mi admiración, me ha hecho entender que, con un arco en la mano, el lance siempre queda muy por encima de trofeos. Estar obligado a abatir cuando prácticamente hueles la pieza debe ser emocionante, y por ello no quiero probarlo, porque me gustará. ¡Y para qué queremos más! Y, tal y como preveía, con el sol aún tostando, mi amigo ya había apiolado un guarro, que más allá de su porte, había cumplido con sus expectativas y de ello bien que me alegré. Pero, como siempre me ha dicho mi padre: «Hijo, ¡qué fácil es matar una res, pero después hay que apañarla…!». Y a ello nos dispusimos, cuando, antes de comenzar el desuelle y posterior despiece, ya vislumbramos unas cuantas garrapatas corriendo, previendo lo que les esperaba. Y en esas, aproveché para contarle a mi amigo mi experiencia con la chupasangre gabacha, que les resumo a continuación. Fue hace un par de años en mis escapadas corceras buscando mejores precios, pero también nuevas experiencias, transponiendo Pirineos con otro amigo, Miguel Ángel. Cada corzo que matábamos, cumplíamos con el ritual de despiece, del cual estábamos encantados de hacer nosotros mismos, pero que en el mes de junio suponía una oda a convertirnos en huéspedes ineludibles de los susodichos arácnidos. Las duchas suponían una inspección ocular de cada centímetro cuadrado de mi ser, encontrándome a diario algún que otro animalico danzando libremente y eligiendo la mejor habitación para pensión completa. Pasaron varias semanas, olvidadas ya mis correidurías corceras cuando, unas fiebres, imputables inicialmente a decenas de factores, me hicieron recordar que probablemente había viajado conmigo alguna oportunista con acento raro. Y así fue. Cuando la detecté, incluso me pareció escucharla decir: «Oui, oui, c`est moi». Lo peor no era su presencia, ni siquiera su aumento de peso evidente, sino su extracción de sitio tan recóndito que no me había permitido localizar en varios días. Sin entrar en detalles que no hieran sensibilidades, o mejor dicho, que no me dejen en ridículo, permítanme describirles mi visita al centro de salud, propia de una parodia de mi paisano José Mota. Treinta y pocos años. Mujer. Médico. Sus primeras palabras me causaron la misma gran seguridad que transmitían sus expresiones. Hasta la palabra maldita. Garrapata. ¿De Francia? ¿Cómo lo sabes? ¡Por el idioma, no te jode!, estuve a punto de espetarle. Después de las explicaciones, la cara de la médico en cuestión cambió por un gesto mezcla de incredulidad y diría que hasta de repugnancia. Parecía que había llegado al centro un infectado de tripanosomiasis africana. Y véanme ahí, cual preparitorio, piernas arriba, haciendo de modelo del personal del centro médico, incorporándose al desfile hasta el personal de limpieza del centro, creo, porque si no ya me dirán a mí que hacía un médico con fregona en mano. Mi intento casero de extracción con aceite no dio resultado y cabeza y ganchos del bicho en cuestión habían quedado dentro. Después de varios intentos con bisturí (sin anestesia), la conclusión fue de enmarque: «No te preocupes, ya lo absorberá tu cuerpo». Con dos… ¡Podíamos haber empezado por ahí! Desde entonces, como pueden imaginar, después de aviar una res, dedico tanto a la ducha como al lance cinegético. Comenzando, eso sí, por los puntos ciegos de uno mismo, o, permítanme la referencia cinegética, dejando para el final caminos y ‘vereas’ para comenzar por la cuerda de La Calderina o, como en el presente caso, por el Barranco de los Lobos.
Comparte este artículo

Publicidad