Un soneto me manda hacer Violante…

«Un soneto me manda hacer Violante… y en mi vida me he visto en tal aprieto…»


Cambiemos soneto por blog y estaríamos en el problema. La dirección de la página me pide que colabore con un comentario en este nuevo apartado y, os lo prometo, no sé por dónde empezar… lo mío no es escribir, se me da mejor cazar y además me gusta más. He mamado la caza, la llevo en los genes. Los primeros cuentos que escuché, sentado en un serijo entre las rodillas de mi abuelo Juan, eran lances de caza. Con los ojos de par en par escuchaba, frente a la lumbre, las cosas que mi abuelo, mi padre y mis tíos, contaban sobre la caza, las armas, los cartuchos, la forma de cargarlos, de fabricarse los perdigones. Los veía acariciar las escopetas, engrasarlas, compararlas, encarárselas mil veces hasta que… «se quedaban puestas»… ¿Cómo no me va a gustar la caza? La única carne que comí hasta los trece o catorce años no fue otra que la de codorniz, conejo, perdiz, alguna liebre y hasta ardillas en arroz… En aquellos tiempos duros, finalizada la guerra civil, la carne andaba escasa y era un privilegio tener cazadores en casa. Notaba el nerviosismo que se apoderaba de ellos antes de salir a «dar una vuelta a las perdices» por el Cabezo de la Jara. Sitio que tiene fama entre los cuquilleros por ser bravas hasta decir basta. Notaba las caras de satisfacción que traían después de patearse la sierra y no veía llegar el día en que fuera lo suficientemente mayor para acompañarles. Con la escopeta de perdigones ganaba mi padre apuestas con sus amigos… el tirador era yo… y tan chico era que me tenía que meter la culata por debajo de la axila y hacer contorsionismo para centrar la bolilla en el alza. Luego vino una monotiro de nueve milímetros, con un cartuchito como el dedo meñique con el que cobré mi primera liebre… aún conservo el cartucho. ¿Cómo no me va a gustar cazar? Empecé a acompañar a mi padre, de morralero, con ocho años. Cargaba con algunas piezas y gozaba como un enano con sus tiros, con «las paradas» de sus perros, con los cobros. Aprendí a eviscerar las capturas, a apiolar los conejos, a atusar las plumas de las perdigochas antes de colgarlas en la percha. Me encantaba el olor de la pólvora y me hice experto en tomar referencias de dónde había caído la perdiz para dirigir al perro. Me tiré horas limpiando las armas de mi padre, engrasándolas y pasándoles la baqueta, rebordeando cartuchos, llenando la canana y preparando los bártulos para el día siguiente. Desollé mil conejos y pelé perdices sin cuento que luego mi madre escabechaba y las conservaba en frascos de cristal. ¿Cómo no me va a gustar cazar? Aprendí a curar las patas de los perros cuando volvían hechos polvo de las caminatas, a cuidar de los cachorrillos. Lloré muchas veces de impotencia sentado en una piedra cuando, tras varias horas andando, me dejaban allí porque ya no tenía fuerzas para seguir al tragamillas de mi viejo. Pasaba miedo y frío pero al día siguiente me apuntaba el primero. Recuerdo perfectamente el día en que me dejaron disparar un tiro «con la escopeta grande». Estaban calculando la dispersión de los perdigones disparando sobre unas hojas de periódico… y seguramente al ver la cara de «vicio» que yo tenía me ofrecieron la posibilidad… y la cara que se les quedó cuando me negué a tirar a un papel… «o me dejas tirar a un pájaro o no tiro»… ¿No me va a gustar cazar? Así que hoy me piden que escriba y no sé por dónde empezar… Cuando ya de mozalbete mis aficiones venatorias fueron dando paso a otras tendencias igual de naturales como es andar detrás de las chavalas, vi la decepción en los ojos de mi maestro. Me aficioné a otros juegos inventados por el aburrimiento de la raza humana, el balonmano, el volley… Y rompí mi relación profesor-alumno con el jefe el día que me fui con él a dar vuelta a las perdices, ya no le acompañaba casi nunca, y tratando de vadear un arroyo que venía guapo, andábamos buscando por donde pasar al otro lado… y sin pensármelo dos veces cogí a mi padre «de un puñao», me lo eché al hombro y lo pasé al otro lado sin librarme de los coscorrones e improperios que me soltó al verse en tan poco elegante postura… ¿No me ha de gustar la caza? Nunca más quiso salir conmigo al monte. Le humillé sin querer hacerlo. Al poco, cuando las escopetas se hicieron repetidoras, los cazaderos se hicieron cotos, hubo que pagar para poder cazar, empezaron a llegar coches llenos de cazadores que sin tener ni repajolera idea lo inundaban todo, lo discutían todo, lo manchaban todo y lo compraban todo, mi padre dejó de cazar. Ahora, con los años que tengo, comprendo lo que sintió y la tristeza que se fue apoderando de su carácter fuerte, de su voluntad férrea para acorralar los bandos de perdices, de su forma de entender el monte. Se fue rindiendo y se convirtió… en un hombre corriente. Tan solo, al final de su vida, tras el largo paréntesis en que me ocupé de perseguir, recechar, esperar y arponear peces debajo del agua, vi sus ojos brillar de nuevo. Me pedía que le contara los lances al volver del monte, acariciaba las piezas de caza como si fueran terciopelo, miraba y remiraba mis armas, las sopesaba, me las limpiaba, se las encaraba… ¿Cómo no me va a gustar la caza, coño? Ya estoy en el segundo, y aún sospecho que voy los trece versos acabando. Contad si son catorce, y está hecho.
Comparte este artículo

Publicidad