Las horas y los días

No existe mayor paradoja que la de la libertad, y es que no sabes que la tienes hasta que la has perdido.


No fueron fáciles sus primeros años. Creció faldeando la sierra de La Estrella. De aquella época conserva recuerdos de olores, de esos que por algún motivo se alojan en nuestro inconsciente y cada cierto tiempo acuden a visitarnos; sobre todo de los campos de alfalfa recién cosechada a los que acudía en compañía de su madre y hermanos en la luna de agosto. Fue en una de esas incursiones nocturnas cuando su trompa cató por vez primera el tufo amargo del hombre. Le paralizó por completo, nunca había experimentado esa sensación. Lo siguiente que recuerda es un fogonazo y un ruido ensordecedor que le hizo arrancar en tropel sin saber muy bien hacia donde. Tras ese día contaron un miembro menos en la piara. Nadie le explicó nunca qué era esa peste, no hizo falta, su naciente instinto le grabó a fuego en la piel la obligación de huir de él sin necesidad de preguntar. Meses más tarde y aún con sus hermanos, ya se helaban las bañas, debía estar octubreando, y se echaban al amanecer en unos jarales en la solana coma cada día, cuando comenzó a escuchar un traqueteo de uno de esos monstruos metálicos que usaban los hortelanos para moverse; sin embargo, no era como el que oía todas las mañanas, en este ladraban perros. Sabía de su existencia porque ya los había conocido en alguna de sus aproximaciones a los trigales cercanos al pueblo. Su madre no pareció importunarse por aquello. Se sentían seguros en aquel montarral y el sol le calentaba el lomo. El traqueteo comenzó a multiplicarse y es que, eran varios los coches y muchos los perros, voces y ruidos. No había vivido hasta ese día una montería, era su primer invierno, no llegaba aún al año cumplido. Cuando quisieron darse cuenta había comenzado la ladra. Sus hermanos corrían despavoridos y su madre trataba de hacer frente a los canes, los mordía, pateaba, gruñía. Su reacción fue (de nuevo ese instinto que tantas veces le salvó el pellejo) arrancar derecho hacia los zarzalones del valle, ahí esos cabrones no podrían entrar a por él. A cincuenta metros de su destino ese podenco cruzado de mil leches le agarró sin saber de dónde salía, esa punzada en la oreja le acompañaría toda la vida. Le arrancó media de cuajo, pero se zafó de él hasta llegar sin resuello al zarzal. Cogió la vereda que decenas de amaneceres había surcado, en verano se encamaban allí, era fresco y sombrío, podría hacer el camino con los ojos cerrados. El canalla ladraba como un poseso, aunque había detenido su carrera. Aquella maraña de espinos era demasiado espesa para él. Se agazapó. Fue entonces cuando sintió el corazón latirle en la oreja izquierda y el reguero de sangre caerle por el cuello y paleta y llegar el suelo. Permaneció durante horas en esa posición. Miraba fijamente la sangre en su pezuña. Minutos después dejó de sangrar, y aquel hijo de mil perras ya había cambiado su rumbo sabedor de la quimera de su persecución. Nunca imaginó que aquella era la última vez que iba a ver a los suyos. La cicatriz y el recuerdo le acompañarían toda la vida. No salió del zarzal hasta la noche siguiente. No sentía hambre, ni frío, tan sólo miedo. Un miedo atroz y un abandono absoluto. Volvió al lugar en que se separó de la piara. Nadie encontró, tan sólo sangre y olores reconocibles donde perdió de vista a su madre. No podía soportar el tufo a perro y perrero así que emprendió rumbo sin saber destino. Salió de su sierra, cruzó el arroyo que suponía el lugar más lejano en el que había estado nunca. Y al despuntar el alba traspuso la sierra del Puerto de San Vicente y en la solana de Guadarranquejo encontró una hoya caliente y se derrumbó de puro agotamiento. Ese fue el final de su primera vida, comenzaba la segunda. Pasó días vagando, comiendo bellotas, tratando de no salir del monte, acongojado aún por todo lo vivido. Nunca se planteó que aquella experiencia lo había cambiado todo. La oreja seguía hecha jirones, se bañaba cada noche en barro colorao a la vera de un camino apenas transitado. Aún escuchaba algún bramido, cada vez menos, debía ser noviembre. Pasaron los días, luego las semanas, los meses y pronto empezaron a blanquear las primeras jaras. A estas alturas ya conocía la zona en la que se desenvolvía, procuraba no poner su vida en juego más de lo estrictamente necesario. A raíz de lo vivido había desarrollado una actitud arisca, desconfiada, casi insociable. Creó un círculo de seguridad del que procuraba no salir. Cerca de una casa color vino tenía todo de lo que precisaba. Un arroyo con agua todo el año en el que había un zarzón que le protegía y servía de cama, bañas, y un extraño suministro de maíz y almendras que algún idiota tiraba en la raya del monte una vez por semana (¡hay que joderse lo que tira la gente!, pensaba). Aquello, de todos modos, no terminaba de convencerle, pero ese sustento le proporcionaba la posibilidad de no tener que moverse de sus dominios. Cada vez que pensaba en la idea de tener que cambiar de zona se acordaba de aquel podenco canelo que costó media oreja. Comenzó a echar kilos y se estaba convirtiendo en un marrano aparente. Se daba cuenta de que los meses pasaban por los frutos que le regalaba la solana. Debe ser primavera porque estoy comiendo moras, debe ser de nuevo otoño porque ya están aquí las bellotas y castañas. Nunca quiso intimar con sus congéneres. Vio caer a alguno. No hacía falta ser una lumbrera para darse cuenta de que en ese comedero de maíz y almendras no hacían prisioneros. Por eso él sólo entraba cuando ya se había ido el coche del cazador, ya lo tenía calado… pardillos. Una mañana de febrero se levantó por un ruido que le resultaba familiar, ese traqueteo y ese ladrido agudo le habían acompañado durante tres otoños. Se desperezó y mientras aquel ruido se hacía más presente aprovechó para darse un baño en ese barro colorao que tanto le gustaba. El traqueteo cesó y entonces pudo escuchar como toda una rehala bajaba del coche. Le golpeaban recuerdos de aquella mañana en la sierra de La Estrella. Aquel podenco incansable se acercaba, parecía que tuviera con él una afrenta personal. «¡Aquí te espero, en mi zarza, entra si tienes huevos!». No hubo lugar a una nueva batalla. El can una vez más no pudo entrar. Se preguntaba si su rival también recordaría su olor. Caprichoso destino que los volvía a unir. Aquella noche la oreja volvió a dolerle. Ya llevaba cuatro otoños en aquel valle. Se dio cuenta una noche que escuchó el goteo de las bellotas y notó que estaba cambiando el abrigo de pelo camino del invierno. El coche del cazador se acababa de marchar. «¡Debe pensar que soy imbécil!, ahora sí que voy a cenar». Aquella noche se había largado antes de lo habitual, debía tener frío. A veces pensaba si su actitud huraña y esquiva no le habría causado una vida peor. Qué habría sido de él si hubiera seguido con la piara. Nunca sabría ya si no quedaban otras vidas por vivir, otros sueños que soñar. Estaba ya a siete pasos de las almendras. Las veía perfectamente a la luz de aquella luna desproporcionadamente grande de primeros de septiembre. No podía imaginar que el cazador, sabedor de las argucias del marrano, había pedido a su hijo que se llevara el coche y le dejara sólo en el apostadero, con el fin de intentar engañar a aquel jabalí que noche tras noche se burlaba de ellos. Una vez más no hubo batalla. El chasquido de la primera almendra alertó al hombre. El bulto del cochino se percibía a simple vista. Su exceso de confianza le habría de costar caro. Tantas noches bajo el manto estrellado de aquel valle. De nuevo aquel estruendo, ya lo había escuchado en la alfalfa recién cosechada años atrás. Un frío helador le paralizó. Recordó los campos colmados de trigo, el olor a lluvia de verano, recordó la libertad (esa amiga caprichosa).
Sirva de homenaje al maestro, Jaime de Foxá.
Comparte este artículo

Publicidad