Bobos dañinos

Dice Antonio Reguera —la revisa Hunting inicia con el propietario de Mayo Oldiri Safaris una serie de reportajes para recoger lo que opinan los profesionales de la caza sobre algunas cuestiones— que prefiere ‘mil veces’ negociar o discutir con un sinvergüenza que con un bobo.


Lo afirma cuando se refiere a los detractores de la caza, aunque bien es cierto que podría aplicarse a muchas otras facetas de la vida. No le falta razón. Según la Academia, sinvergüenzas son quienes comenten actos ilegales en provecho propio, o que incurren en inmoralidades, en tanto que bobo es sencillamente alguien falto de entendimiento o razón. O lo que es lo mismo, los primeros, para serlo, necesitan conocer el terreno que pisan si quieren alcanzar objetivos, y por lo tanto se les puede ver venir, saber qué pretenden, se les puede replicar o contradecir, en tanto que a los segundos es inútil tratar de hacerles llegar razones o argumentos. No es posible. Ni siquiera saben de qué hablan. Entre los detractores de la caza sin más —grupo inarticulado o categoría estadística cuyos integrantes no necesitan más elemento aglutinante que negarla por innecesaria y cruel— habrá de todo, buenas personas, personas inteligentes, pero también sinvergüenzas y sin duda mucho bobo. Los que además se articulan y organizan suelen fundar asociaciones o grupos conservacionistas más o menos radicales, o razonables, o molestos o eficaces en aquello de dar la lata. Pero los verdaderamente dañinos y peligrosos son los que hemos dado en considerar bobos, esos que ni saben ni entienden, los que ni hacen ni dejan hacer, entre otras cosas porque no quieren; esos que claman y se rasgan las vestiduras cada vez que una noticia negativa y malintencionada sobre caza (legal o ilegal) llega a sus oídos; esos que, sin molestarse en saber qué es lo que sucede y con qué consecuencias, prefieren repetir como una letanía que la caza es mala y cruel y los cazadores unos asesinos que acaban con los pobres e inocentes animalitos por el simple placer de matar. Ellos son, además, los que sustentan a los que sí se organizan, sinvergüenzas o no, dando pie a sus maniobras en contra del ejercicio honorable de la caza. Ejemplos hay muchos. No hay más que seguir, por ejemplo, las respuestas de los lectores a cualquier noticia sobre caza publicada en los periódicos digitales, esa nueva posibilidad a la que se entrega con pasión una buena parte de la ciudadanía. Las hay auténticamente sádicas y malintencionadas, también movidas por el amor hacia los animales, pero lo verdaderamente llamativo es que en la inmensa mayoría se pone de manifiesto un desconocimiento supino de la realidad, de lo que es la caza y de lo que es la vida silvestre, de sus vínculos ancestrales por naturales. Organizaciones furtivas de corte mafioso envenenan a cientos de elefantes. La matanza ilícita de rinos bate récords. La ONU califica la caza furtiva y el tráfico de especies como un crimen a escala masiva. Las grandes empresas hosteleras definen el furtivismo como el enemigo público número uno de África… pero los bobos perseveran en su empeño: unos cuantos ricos ociosos están acabando con los elefantes y con los rinocerontes. Y punto.
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