El Maestro Manuel

Antes de comenzar este artículo debo comentarles a ustedes, distinguidos lectores, que Don Manuel ya colgaba tablas veinte años antes de que yo naciera, ya pateaba África cuando las cámaras grababan en blanco y negro, y es, sin ningún género de dudas, el mayor conocedor de campo (en toda la extensión de la expresión) que he tenido el honor de encontrarme. Siempre me referiré a él en mayúsculas y siempre merecerá todo mi respeto y admiración, por lo que sabe, y sobre todo, por lo que nos enseña.



Los cuatro inseparables compañeros con el resultado de un aguardo de primavera.
Dicho esto, procedo a comentarles el debate que se ha suscitado en los últimos tiempos en nuestras tertulias de los sábados. Y es que, Don Manuel, mi señor padre y yo, acudimos religiosamente todos los sábados a la finca, a reponer cebaderos, observar las querencias…enredar y pasar la mañana. Los tres somos fervientes enamorados de la espera del jabalí, aunque tenemos dos estilos muy diferentes de entenderlas. Me explico. Manolo es un purista extremo: cumple escrupulosamente con su ritual cada vez que va a hacer un aguardo; llega al campo al menos dos horas antes de anochecer, siempre va solo, deja el coche a toda la distancia posible del puesto, entra a la postura sin provocar el más mínimo ruido. En resumidas cuentas: hace las cosas como deben hacerse, y los resultados le avalan. Es un auténtico manual de cómo se debe hacer una espera antes, durante y después de la misma. Nosotros, sin embargo, somos improvisadores recalcitrantes. Desafortunadamente, ser organizados no es una de nuestras virtudes más destacables, no solemos ir sobrados de tiempo, y eso hace que lleguemos al coto habitualmente con cierta prisa, siempre con un séquito de varias personas (hermanos/nas, amigos, etc.), que luego ni cazan, pero se apuntan a la cena en el campo, con los minutos justos para preparar los trastos y situarnos en el puesto sin, por supuesto, haber pisteado previamente el comedero esa mañana para ver si está caliente o no. En definitiva, hacemos exactamente lo contrario a lo que nos aconseja nuestro maestro y mentor; no por capricho, sino porque las circunstancias mandan y acostumbramos a ir con escaso margen de maniobra. Es recomendable hacerlo todo conforme al manual, pero no siempre es posible. Sin embargo, en las últimas temporadas estamos obteniendo resultados más que considerables en cuanto a jabalíes abatidos en espera. Trofeos de navajeros que en varios casos han alcanzado el bronce.

Observando el valle cubierto de niebla en una mañana de otoño.
A pesar de ello, Don Manuel, una mañana de verano, camino del campo, nos reveló un secreto que llevaba rumiando durante varias temporadas. En un ejercicio de sinceridad sin precedentes, que a mi padre y a mí nos dejó estupefactos, manifestó: «no tenéis ni puta idea». De cualquier otro ser humano del mundo me habría sonado terriblemente ofensivo pero, de Manolo esperaba una aclaración razonable y convincente, que se produciría segundos después. Nuestro ilustre Maestro procedió entonces a brindarnos su particular teoría al respecto del comentario. «Llegáis varios a la finca, con el tiempo justo, hablando en voz alta, riendo, con el perro ladrando, dando portazos… no vais a matar un guarro oro en la vida». Y continuaba su exposición: «Cuando entráis con el coche en el coto el guarro ya os está escuchando, oye el motor, las voces, el escándalo que montáis y ya lo ponéis sobre aviso, y así no vais a matar jamás un guarro verdaderamente grande». Porque los tiene que haber, evidentemente, si estamos matando cochinos de cuatro y cinco años también los tiene que haber de seis y siete, y sin embargo esos somos incapaces de meterlos en el visor. Probablemente Manuel tenía toda la razón del mundo en su aseveración y eso hizo que se despertara el debate. Yo le argumentaba: «Maestro, desde el respeto le digo, usted viene solo a la finca y disfruta de esa soledad, es como verdaderamente está usted en comunión con el entorno. Le encanta el silencio, la tranquilidad, pasar horas inspeccionando cada comedero, observando con detenimiento y precisión de cirujano los pasos, las querencias y, es admirable, casi místico pero, ¿no echa de menos poder compartirlo con un compañero de caza?»; y acto seguido le comenté el día en que abatí el jabalí más importante de mi trayectoria como aguardista y al estar solo aquella noche no pude contárselo a nadie hasta la mañana siguiente. Lo disfruté, sin duda, pero fue un lance incompleto al no poder revivirlo con mi gente. Él lo rebatía. Seguía diciendo: «mientras no vengáis al campo solos y no hagáis las cosas bien no daréis el paso de matar guarros grandes, a matar guarros inmensos». Manuel es probablemente el mayor experto en esperas de este país, o al menos bajo mi criterio. Manuel tiene razón. Pero mi respuesta fue: «no me compensa, Maestro». Llámeme usted atrevido, o ignorante, pero a mí me gusta compartir con los que están a mi lado la experiencia global de la caza, el viaje, los comentarios, el ruido, las risas, la copita posterior tras la cena contando mentiras —o exagerando verdades—. Prefiero matar un navajero resultón y tener a mi grupo de gente cerca para podérselo contar de inmediato, que firmar un medallón y estar yo solo en la finca. Al margen de ironías, sin ninguna duda, el criterio de Manuel era correcto; es más, en una finca de dimensiones limitadas, como es en la que nosotros cazamos, es evidente que yendo dos o tres cazadores aumentas exponencialmente las probabilidades de fracasar en tu empeño de abatir un gran macareno, porque es inevitable hacer más ruidos: las luces, las voces, los olores. Pero, la cuestión final era: ¿¿¿compensa ir solo de espera??? A mí particularmente, no. Puntualmente me puedo ir una noche si tengo un guarro en concreto que se me resiste y no quiero ninguna intromisión en mi reto con él pero, en circunstancias normales, prefiero ir con mi padre, mis hermanos, o algún amigo, porque me parece un plan más completo. Perdónenme las féminas por la anécdota que voy a relatar a continuación, no está en mi ánimo resultar sexista, pero viene muy al caso. Cuentan que Luis Miguel Dominguín, tras su primer encuentro amoroso con Ava Gardner, se levantó de la cama y se vistió apresuradamente. La actriz americana, desconcertada, le preguntó: «¿dónde vas?», a lo que el torero respondió: «¿dónde voy a ir?, ¡a contarlo!». Y precisamente a eso me refiero con nuestra manera de entender la caza: prefiero ir acompañado y poder contar que he abatido un navajero, a ir sólo y no poder contarle a nadie que he matado un berraco. No hago más que emitir una opinión. Parto de base de que todo comportamiento es respetable, máxime si proviene de alguien que tiene unos conocimientos y experiencias infinitamente superiores a los míos. Sirva este artículo como homenaje al Gran Manolo Reina, para que nos siga enseñando otra lección cada sábado.
Comparte este artículo

Publicidad