Un rehalero del Sol Naciente...

Cazaba yo por aquel entonces con el Club de Monteros de Toledo, cuyo lema, que está escrito en su escudo, es ‘Caza y Respeta’.


Lo pasábamos bien. Los organizadores eran serios y formales y los socios que acudían a las monterías sabían de caza y de sus tradiciones. De lo que se debe hacer en una cacería y de lo que no se puede. Por todo ello digo que lo pasábamos bien, nos divertíamos en todas las ocasiones en las que nos juntábamos a dar rienda suelta a nuestra pasión cinegética. Apenas se discutían reses y, si había que hacerlo, era como entre hermanos. La comida, excepcional y las manchas de lo más atractivas. Aquellos años, el club contrataba fincas por la zona de Horcajo de los Montes (los mejores churros del mundo) donde estaba recién inaugurado el hotel que suele acoger a todos los cazadores que por la zona acuden. Las cenas de los viernes y las posteriores partidas de mus con todos los participantes proclamando que eran campeones del mundo, marcaron una época. También hubo algún que otro incidente por despiste en las habitaciones del hotel como la de aquel montero, cuyo nombre, estaría bueno, me reservo, que se llevó ese finde a su secretaria… Y tanto se prolongó la partida de mus tras la cena que la moza se fue a dormir antes de la conclusión… pero debió confundirse de habitación porque, a la mañana siguiente, el amigo en cuestión andaba descompuesto preguntando si alguien había dormido acompañado por la despampanante secretaria… que había llegado relamiéndose a su cama a las siete y media de la mañana… El cachondeo fue de los de mucho bigote porque todo el mundo miraba a los otros a ver quién llevaba más ojeras de las acostumbradas… Y el ‘musolari’ más corrido que una mona. Bueno, pero no era eso lo que os quería contar y que tiene que ver con el título de este relato… Resulta que aquel día cazábamos Las Barranconas, una finca con mucho cochino y que en el pueblo llamaban Los curas, por ser los propietarios los de una congregación española muy famosa. Andábamos dando buena cuenta de las migas con torreznos y huevos fritos, saludándonos los unos a los otros cuando apareció por allí mi cuñado Matías. No venía solo. Le acompañaba un personaje que llamaba la atención. Era el clásico japonés con gafitas redondas, menudo de cuerpo, el pelo negro y liso como todos los nipones. Pero lo que más destacaba era ver en una montería clásica a un tipo con un jersecillo negro de cuello alto, zapatos de calle y pantalones de grandes cuadros negros y amarillos. Ah¡ y una cara de despistao inefable. No hablaba más que cuatro palabras en castellano. Después de presentárnoslo, no pude dejar de preguntarle a mi cuñado que de dónde leches había sacado a aquel pobre hombre con cara de no saber dónde se había metido… Me contestó con esa lógica aplastante que tan bien conozco (no se olvide que estoy casado con una hermana suya)… «pues no sé, debe ser amigo de alguno de mis hijos. Estaba en casa, me ha preguntado que si se podía venir conmigo y me lo he traído»… Y añadió lacónico «pero a mí éste no me da la tabarra en el puesto. Éste se va hoy con los perros a andar por el monte»… De nada valieron las llamadas a la razón de que ¿cómo iba a dejar a la pobre criatura andar por el monte con ese calzado?… Que se podía perder entre los jarales y yo qué sé cuántas reflexiones más… nada. Lo largó con Tomasito Talavera, que era quién dirigía las rehalas, con todas las consecuencias… Nos tocó un buen puesto que ya me había tocado el año anterior. Traviesa corta en un cortadero. Dos puestos. Cuesta arriba, muy cerrada de jara. De tiro al tenazón, conejero total. Hubo que vadear el Estena con el agua saltando por encima del capó del Ranger. Lo cierto es que con la cacería, los tiros, los arreones, los fallos y la cantidad de ladras se nos pasó el tiempo sin pensar más que en tener los seis sentidos, cinco, más el común, alerta. Empezó a llover al poco de la suelta y no dejó ni un instante de caer agua. Cuando empezó a llegar el grueso de los perros al cortadero yo tenía tres cochinos patas arriba y mi socio, que anduvo toda la mañana peleando para que no se le empañara el visor, había fallado los dos que le entraron por su lado. Estaba bastante cabreadillo porque es de los que no suele marrar. En esas estábamos cuando escuchamos el ruido de alguien que venía tosiendo y estornudando sin parar. Se abre de pronto la jara y aparece el japonés, o mejor dicho, lo que quedaba de él… chorreando agua como si acabara de salir de una piscina. Los zapatos rebozados en barro en la mano, los calcetines destrozados, el pelo largo y liso por encima de la cara ennegrecida de los restregones de la jara, el jersey hecho jirones, los pantalones rebozados de haberse caído doscientas veces, limpiándose sin parar el agua de las gafas y que, en vez de limpiárselas, se las ensuciaba más de barro, los labios morados de frío y pegando unos tiritones que se le caían las gafas… pero pese a todo ello con sonrisa angelical, sin parar de hacer reverencias… Nos dio tal ataque de risa que casi nos caímos de culo porque aquello era para verlo. Le prestamos ropa de abrigo y le hicimos que se quedara allí con nosotros en el puesto porque iba a coger una pulmonía… Pero el hombre no se callaba ni a la de tres. Debía ser para agradecernos la ropa seca por lo que no cerraba la boca. Lo primero que hizo fue irse a ver los cochinos que estaban, menos mal, al ladito del puesto y, entre muchos ¡¡¡¡Ohhh. Ohhhh!!!!, los tocaba con mucho respeto… Cuando volvió a donde estábamos nosotros con una cara indescriptible de felicidad y una sonrisa de oreja a oreja se fue a mi socio y en su media lengua creo que le quería preguntar si él no había cobrado nada… La cosa es que le decía… «¿Tú, no pelo?» Y señalaba a los cochinos. «¿Tú, no cosecha?»… y reverencia va y estornudo viene. Hasta que mi compa que estaba ya bastante jodido le dice «¿Pero te quieres sentar ya calladito de una p… vez?»… La risotada se oyó en Francia mientras el pobre chaval nos miraba a uno y a otro sin saber muy bien si nos reíamos de él… Vaya día… no creo que haya vuelto el pobre de montería… Saludos.
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