Hombres y bosques

La política conservacionista basada en la creación de grandes santuarios donde casi todo está prohibido sigue abriéndose paso en todo el mundo, y sigue generando conflictos entre sus impulsores (algunos gobiernos y ciertas organizaciones conservacionistas de carácter internacional) y quienes con frecuencia acaban siendo sus primeras y más directas víctimas (los seres humanos que viven desde muchas generaciones atrás en las áreas a conservar).


Los resultados que pueda estar dando esta política de imponer un férreo y estricto control sobre las actividades humanas tradicionales —con especial insistencia en la caza—, en áreas lo más extensas que sea posible, ha demostrado ser de una eficacia por lo menos discutible. Y cabe preguntarse si no será precisamente ese celo conservador, por el que incluso se justifica el hostigamiento hasta el acoso de quienes deberían ser sus mejores aliados, el que impide que los resultados sean otros, más satisfactorios, y también más justos. Se ha dicho hasta la saciedad que sin la participación de las comunidades locales los proyectos de conservación están abocados al fracaso. No funcionan. Y en ocasiones, bien es cierto que pocas y muy discretamente, se recuerda lo beneficioso que es para la conservación de especies y espacios el diálogo y la colaboración entre los conservacionistas y las gentes del lugar, como recientemente ha hecho el presidente de la Fundación Oso Pardo, quien ha agradecido públicamente la colaboración de los cazadores de la cordillera Cantábrica, en su mayor parte locales, implicados en la protección del gran plantígrado, y en buena medida partícipes del éxito de una política conservacionista inteligente. No debería ser tan difícil: atender a razones en vez de imponer; analizar en vez de pontificar; respetar en vez de atropellar… El líder de Loussala, una aldea incluida en el Parque Nacional Conkouati–Douli de la República del Congo, creado hace una aproximadamente década, dice ahora que se avergüenza de haber firmado los documentos para su creación, «porque no sabía —matiza— que moriríamos de hambre en medio del bosque». No puede ser buena una política que provoca este tipo de manifestaciones, sobre todo si tenemos en cuenta que el citado Parque tiene una extensión de medio millón de hectáreas y que en ese vasto territorio sólo viven, o pretenden vivir, tres mil personas cuya actividad es la caza, la pesca y la agricultura. No parece razonable pensar que las actividades tradicionales de unos cuantos cientos de seres humanos puedan ser incompatibles con la conservación de la selva, un ecosistema cuyas más graves amenazas son, por cierto, la deforestación, la contaminación causada por la industria petrolera (principal fuente de riqueza del país) y la caza furtiva. Habría pues que ver quién hace talas indiscriminadas o excesivas, quién contamina y por qué proliferan los furtivos, y tratar de buscar soluciones y alternativas. Sin embargo, una ley congoleña de reciente aprobación prohibe a las poblaciones locales todo derecho de uso en las zonas centrales de conservación, y restringe esos derechos en unas áreas periféricas de definición lo suficientemente imprecisa como para generar confusión entre los administrados y propiciar los abusos de los administradores. Como si eso fuera suficiente, o siquiera moderadamente eficaz.
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