Un cuento para los hijos y nietos de los cazadores

Cuando El Buen Dios creó las plantas y los árboles, le dio a cada uno una función.


Así las hierbas sirven desde entonces para alimentar a muchos animales; para evitar, con sus raíces hundidas en el suelo, que la lluvia arrastre la tierra; otras, con sus flores, están destinadas a adornar el campo, algunas condimentan nuestros guisos, las de más allá nos regalan su perfume y casi todas alimentan a las abejas obligándoles no sé de qué manera a polinizar las flores para que la vida continúe. Cuando a los árboles les llegó el momento del reparto de oficios, a unos les dio la tarea de dar buena sombra para que nos cobijemos en ella los días de calor, a la palmera le encargó que tuviera dátiles dulces y sabrosos preparados para los cansados caminantes del desierto, a otros les dio grandes y frondosas ramas para que en ellas anidaran los pájaros. A los pinos les otorgó que dieran de fruto piñones para que las hiperactivas ardillas tuvieran qué comer; a otros les concedió el honor de regalarnos sus maderas preciosas, duras y fuertes para que el hombre fabricara muebles, casas y barcos… y así le fue dando un oficio a cada uno. Le llegó el turno a la encina, que era un árbol desgarbado, feote, humilde, áspero. De ramaje tan enmarañado que si metes la mano entre sus hojas lo más seguro es que te arañes .Ella sabía por experiencia que no podía esperar nada espectacular. Tenía un poquito de complejo de inferioridad. Dios le propuso que su fruto fuera la bellota… La encina que, al igual que sus hojas, era algo retorcida de carácter, protestó. «No te conformas con haberme hecho fea, insignificante y áspera», le dijo a Dios«, si no que, además, mi fruto ni es jugoso, ni tan siquiera bonito. Mis bellotas son difíciles de comer, la corteza es dura y hasta muchas de ellas… amargan». Dios recapacitó un momento y con su infinita paciencia y sabiduría contestó… «Querida mía, en este mundo todos tenemos una misión que cumplir, un destino invariable. Los animales, las plantas, los hombres y las mujeres. Parecerá a simple vista que la tarea de unos es más importante que la tarea de otros pero, si te fijas, querida encina, todos, todos, todos sois necesarios para que la vida que acabo de concederos, siga adelante». La encina, que no estaba muy convencida, refunfuñó por lo bajo porque no veía clara la utilidad de su existencia. Estaba creciendo junto a un esbelto olmo que la miraba de reojo con un poco de desprecio, desde su altura. Había también por allí un grupo de álamos que reían por lo bajo del aspecto tan poco agraciado de su vecina y, un poco más allá una hilera de cipreses, tiesos como un ajo, contorneaban un río, reflejándose en sus cristalinas aguas. Todos, excepto ella, estaban orgullosos de ser como eran y del oficio que les habían encomendado. No obstante, el paso del tiempo fue convenciendo a nuestra amiga la encina de que estaba en un error. La vida le mostró que ella también era importante…¡Qué digo importante! ¡Importantísima! Empezó a sentirse mejor un buen día en que tres parejas de palomas torcaces vinieron a protegerse del ataque de un halcón entre la maraña de sus ramas. Le encantó que le agradecieran su hospitalidad y le dijeran que se sentían tan seguras allí que, cuando llegara la primavera, se proponían hacer sus nidos bajo sus hojas. Sintió, la verdad, algo de envidia cuando, en verano, vio que otros árboles y arbustos se llenaban de preciosas frutas y en cambio ella no tenía ni flores. Se notó decepcionada. La única alegría la tuvo cuando nacieron los pichones de las palomas. Su monótona vida se vio alterada con el aleteo incesante de los jovenzuelos en su empeño de aprender a volar. Se mostró orgullosa de poder darles cobijo. Por primera vez intuyó que su vida podría tener sentido. Ante su asombro notó que, en las puntas de algunas de sus ramas, brotaban unos bultitos que no tardaron en convertirse en diminutas bellotas. Un fruto no muy apreciado por los humanos pero es que, nosotros, somos de lo más tonto. La mayoría de las veces nos guiamos sólo por el exterior de las cosas. No nos damos cuenta que, en la mayoría de los casos, lo bueno está dentro. La cáscara es lo que menos importancia tiene. Y si no mirad las frutas. La nuez, la piña, la manzana, el plátano, el coco… Y las personas. Unas son muy atractivas y otras lo son menos. Pero, si te quedas en la fachada, pecarás de ingenuo. Y en esto, llegó el otoño. A muchos de los árboles vecinos, que habían mirado con desprecio a nuestra amiga, empezaron a desprendérseles las hojas que los adornaban. El viento frío del norte sopló y sopló hasta dejarlos desnudos, helados. Los pajarillos del campo que en verano se resguardaban del sol en ellos, acudían ahora a protegerse entre las fuertes hojas de la encina. Nuestra amiga se sentía simplemente gozosa. Las bellotas se fueron haciendo dulces y grandes y, en ese momento, nuestro árbol se hizo el rey del entorno. Se sintió útil cuando comprobó que los preciosos venados sacudían sus ramas con sus enormes cuernas para comerse las bellotas caídas, los conejos roían despacito las que encontraban entre la hierba, las inquietas ardillas las guardaban en su boca y se las llevaban a sus despensas, presurosas; las palomas se las tragaban enteras; los valientes jabalíes acudían al caer la noche y las rebuscaban entre las piedras y matojos masticándolas ruidosamente; los tímidos corzos escarbaban con sus delgadas patas para encontrarlas, los mansos gamos las ramoneaban estirando sus largos cuellos, los muflones, las agrestes cabras montesas y muchísimos animales más, venían a diario en busca de sus frutos para poder comer durante el crudo invierno. Pasaron muchísimos años, muchos, muchos. Todos los árboles de su alrededor fueron muriendo de viejos. Ella, sin embargo, se levantaba imponente, enorme. Con más fuerza cada vez. Ya ni se acordaba de lo protestona que había sido de joven. Ahora era el árbol más importante del bosque. Todos acudían a ella en busca de comida o de cobijo. Sin embargo, como había pasado tanto tiempo desde que naciera, de vez en cuando pensaba en la muerte. Le gustaba tanto servir a los demás, se sentía tan estupenda con el cariño con el que todos le agradecían sus servicios que le hubiera gustado seguir siendo útil después de morir… Una noche de frío invierno, habían acudido unos pastores a protegerse de la helada bajo sus ramas. De repente, la encina vio una luz cegadora cruzando el firmamento. Uno de los pastores gritó a los demás… «Rápido, pensad en un deseo antes de que desaparezca la estrella y se os cumplirá»… Sin pensárselo dos veces ella también pidió un deseo, sin saber si, por ser tan sólo un árbol y no un humano, se le iba a conceder… Pero, sin saber muy bien de donde procedía, oyó una voz como un susurro que se coló entre sus ramas. Su deseo había sido atendido. «Cuando mueras, tendrás la mejor leña del mundo para calentar las casas de los humanos. Te lo has ganado por lo bien que has hecho tu trabajo». Y colorín, colorado… Moraleja.-
No juzgues por su aspecto a las personas Fíjate más bien en sus acciones Que vale más ser feo y tener neuronas Que tener la cabeza hueca y dar lecciones
Pd.- Este cuentecillo infantil lo escribí en la habitación de un hostal una noche en que fui de caza a un pueblo que se llama Lecina (la encina). Crece en él una encina que tiene ¡¡mil cuatrocientos años!! Proporciona 625 metros cuadrados de sombra y es todo un espectáculo. Me traje a casa unas cuantas de sus bellotas y hoy, cuatro de sus tataranietas empiezan a crecer en mi huertecillo… ¡¡¡Feliz Navidad!!!
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