Quito

Quito se va, él no lo sabe, pero quizá ésta sea su última temporada.


Su pelo blanco sedeño, su alta talla, su trote lobuno y sus grandes zancadas unidas a su fiable dicha no pueden con el tiempo. Buenas perreras, mejor comida, un gran trato, pero, al fin y al cabo, once años de costuras, pateos, fríos y de viajes al fin del mundo… La mala vida de un perro de rehala. El primero de mis podencos, el que antes rompió y al que antes rompieron los cochinos, aquella mala mañana en la Raña de Bolos en la que todos aprendimos que el agarrar un macareno, con ocho perros, es imposible, además de mentira. Allí se echó a los ocho a las costillas, mientras Pepe, de testero, no era capaz de meterle en el visor sin llenar el anteojo de perros. Tiempo antes pasamos por el apretón del parvovirus y los tres días de suero y sueño que pasamos Amparo y yo. Sacamos un colgajo de piel de la muerte y lo convertimos en un perro de rehala. Quito estaba en la collera que intenté esquivar, de vuelta en Las Pulgas, y por la que acabé con un pie en un barranco y un tobillo con siete tornillos y una placa de titanio. Allí estaba, tirado en el suelo y con los perros sin dejarse agarrar para cargarlos. Tuvieron que levantarme y acercarme al remolque porque los perros no se separaban de mí, ni se dejaban coger. Las lágrimas que se me caían no eran por el dolor de la rotura, sino porque sabía que serían meses los que pasarían antes de volver a verlos correr tras los cochinos y que, seguramente, ya tendría que ser desde un puesto y no acompañándolos entre las jaras. Afortunadamente, las ganas pueden más que la ciencia y todavía me valgo entre el monte. Siempre baruto y rochero, Quito ha andado por esos jarales resacando ciervas y gamas y remetiendo cochinos, con la paz que da el saber que con poco rumor y mucho talento cumplíamos como el que más, y teniendo en cuenta que, de los polvos de aquellos resaques vendrían los lodos de las monterías de cupo. Sí, perro de rehala, animal de trabajo, pero querido y apreciado por todos aquellos con los que nos hemos cruzado y que entienden la caza como nosotros, como algo grande, intenso y profundo en lo que cabe el respeto por lo que se caza y el cariño por los perros que te ayudan, asisten y acompañan. No lo sé, quizá estemos locos, tontos o ambas cosas, pero algo que, día a día, mueve tantas sensaciones y pasiones nunca puede ser malo.
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