Los pescadores no están solos

Después de la ácida crítica vertida sobre las costumbres suicidas de repoblación del colectivo pescador, esta vez quiero hablar de las mismas malas costumbres instaladas en el mundo de la caza. No, no estoy recogiendo velas, igual de mal me parecen unas acciones que otras. Las de soltar animales que desplacen y eliminen a los autóctonos es un delito de ‘lesa naturaleza’, pero lo de matar un tigre en un cercado es una acción de ‘estupidez magna’.


Recuerdo una entrevista a D. Enrique Zamácola en la que contaba que sus intentos fallidos de abatir un tigre. Tras dos aguardos de más de siete horas en la selva, lo que consiguió ambas veces fue llenarse de sanguijuelas. Todo un premio Wheaterby contando una derrota en tono de simple anécdota, aunque no estemos acostumbrados a ello, es lo normal en el mundo de la caza. Tan sencillo como no tener treinta búfalos ni cinco récords del mundo de zampullín común o de archibebe, especies que, seguramente, a más de uno le hubiese gustado abatir, pero que no lo han conseguido por el simple hecho de desconocer su existencia. Estos años atrás, muchos se hubiesen hecho ricos si se hubiesen dedicado a preparar expediciones de caza en pos de tan escurridizas especies. El caso es que, después de la nebulosa, se nos han quedado un montón de animales, tanto aquí como en ultramar, que son invendibles, no sólo por la recesión, sino por lo absurdo de su persecución, incluso en tiempos de bonanza económica. Pasa con el jabalí, animal baruto y rochero, al que hay que perseguir del mismo modo. Una pared de cien bocas, conseguida a lo largo de veinte años, no tiene el mismo encanto que la misma construida en diez cercones. ¿Por qué? Pues porque cuando te sientas delante, una te ofrece, al menos, cien recuerdos de cien lances, conexos con bodas, nacimientos, pérdidas e imágenes de otros tiempos y juventudes, de otros perros, de otros amigos y de unas ilusiones que la misma pared te muestra conseguidas. La otra, en cambio, te habla de diez borracheras y de diez talones confirmados o de cómo eras cuando tenías dinero. ¿Y esos venados? Que más que cuernas parecían tener puercoespines sobre las cabezas y que a los seis meses, después de bajar del camión, de centroeuropeos sólo les quedaban las barbas. Cuernos y más cuernos, eso era lo importante. Y ahora, a un gestor de pueblo como a mí, le hacen expedir certificados de pureza para comprarle los venados en berrea. ¿Y eso cómo se hace? «Yo le juro y le rejuro, por el poder que el Estado me otorga, que si en las pruebas genéticas (que va a pagar usted) se demuestra que el animal no es ibérico, se le devuelve el dinero». Pues vengan días y caigan aguas, de algo nos habrá servido el no seguir la corriente a los de la bonanza económica, que nos miraban como bichos raros porque no traíamos venados de fuera ni dejábamos a nuestros clientes hacer cercones de guarros.
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