Entre la vida y la muerte


Mientras el atardecer se escapaba y había que carear las inclemencias de negros crestellares —escondrijo de jabalíes y corros de ciervos juntos—, les llamó la atención la sorprendente rapidez de un águila real que entre sus poderosas garras sostenía el cuerpo de una jabatilla, confiando en que pudiese elevarla hasta el pico más alto de la risquera donde tenía el nido de su cría… ¡Cuántos círculos en el aire, hasta hacerla paloma!

La cierva, que no quitaba su mirada puesta en el cielo, veía cada vez más lejana la escena, buscando alas entre los tamujares para alcanzarla y, bandadas de chamarices volaban tristes por las junqueras, como si aquello no hubiese ocurrido. —Y, entonces, ¿qué? —Ya lo creo que sí —aseguró Candiles, que presenció el ataque cuando a baja altura cruzó veloz entre ellos, antes del mortal zarpazo. El águila, balanceándose para darse más impulso, intentaba caer con la presa sobre el saliente de una roca, pues ya notaba que estaba empezando a cansarse de sostener aquel peso. Por fin chocó con el suelo de ramas y despojos de otras cacerías y, dejó caer el cuerpo de la jabata delante de su aguilucho que no cesaba de agitar las alas y había salido de inmediato del fondo de la cueva atraído por el grito materno del regreso. Filigrana jamás hubiera podido imaginar que un ave tan enorme llevase por los aires a una jabatilla que seguía los pasos de su madre y que a lo mejor pocas veces en su vida se le ofrecería una oportunidad semejante de volver a contemplar tal espectáculo. —Debe creerme, señor. Me ha hecho mucho daño ver a la cierva mirando al cielo, mientras la veía alejarse sin poder hacer absolutamente nada por recuperarla. —Harás bien en recordarlo y cada día te sorprenderás más de cuanto ocurre en los montes —le dijo Candiles, indicándole anduviera con cuidado por la senda embarrada que seguían y que el temporal ya había inundado.
Candiles avanzó por el camino terrizo de las palomas campesinas
Cuando reanudaron el camino, dijo el vareto Filigrana: —Las barranquillas del río Jándula, por donde usted gusta pasear sus Candiles rameados sobrecogidos por la sequía que venimos padeciendo, son ahora dignas de contemplarse por las intensas lluvias caídas el pasado mes de mayo. —¡Gracias, San Huberto! —exclamó el venado al verle tan emocionado— y que el espeso jaranzal descubra de nuevo el verde de nuestras solanas y las florecillas de mil colores perfumen cada chaparra o cada regato de la raña pelada, hasta el silencio de los encames. —¡Por supuesto que sí!, pero hay momentos en la vida en que uno se siente más sensible, y por eso me considero dichoso de carear nuestras sufridas sierras y que este agua llene de vida nuevas parideras. Candiles, haciéndole una caricia con la cuerna, avanzó por el camino terrizo de las palomas campesinas, sin dejar de otear el inmenso verdor que les rodeaba. A fin de cuentas, ¿qué prisa podían tener por avanzar, si apenas podían abrirse camino a través de la hierba ya crecida? El venado se inclinó hacia él y le susurró al oído: —¡Ni siquiera podíamos imaginar que estuviésemos a nuestras anchas por aquí, con el hambre que padecimos por la falta de lluvias y las diarreas que agarramos con las malas hojas que crecían entre lomas y silletas! —¡Oh, cómo he de olvidarlo, señor! Es de esperar que el cuerpo no pueda vengarse de pasar por la vergüenza de estar sucio, visiblemente cansado y caminando lentos por las cuestas, dando menos rumor que un lagarto. Aparentemente, las cosas siguieron mejor y no volvimos a mencionar lo pasado. Nos bastaba con saber qué ocurrió.

De pronto se detuvo Filigrana y miró perplejo a Candiles. Sin ser descubierto, vieron a un hombre ocultándose en el espesar del monte, frente a un prado donde tenía atada a una cabra que no paraba de dar saltos, en su intento por soltarse de la cuerda que la sujetaba en la soledad más absoluta. Más bien parecía que le ofrecía a un perro —que desde hacía años andaba salvaje por los montes— la oportunidad de hacerse con ella, mientras él, tan pronto asomase la gaita por la linde, lo dejaría seco de dos tiros de su vieja escopeta de gatillos, ya que hacía días saltó el corral de la choza y degolló a dos ovejas y mordió a otras tres. A medianoche, desde el morro de enfrente, sin apenas oír al perro que llegó por el rastro, en cuanto salió al claro lo dejó patas arriba y soltó después a la cabra, que con una carrera larga repechó la ladera de enfrente hasta hallar el rebaño. Con toda serenidad, con la misma cuerda de la cabra colgó al perro en la rama de una chaparra en medio del viento nocturno —viento lobero— cuando las estrellas se estaban apagando. Ahora ya podría dormir. A pesar de estar las dos reses muy enmontadas, observaban con atención el rececho de aquel hombre bajo los reflejos de una luna hermosa y su sorpresa fue grande cuando, sin esperarlo, percibieron la fuerte descarga de la escopeta, como si la sierra se hubiese quebrado, saliendo los dos de estampida y cruzando a todo meter la umbría de Mingorramos, hasta encamarse en el hondo de la serrezuela. —Vaya susto que hemos pasado, Filigrana. —No me diga usted. Que, por si fuera poco, andaba medio adormilado, esperando cómo acabaría aquello y al verle a usted correr de esa manera, no sabía por dónde tirar y casi me parecía que teníamos detrás la corrida de una rehala bien engalgada. Le juro que jamás he galopado más entre el monte, a pesar de ir en su compañía. Candiles, después de mirarlo y remirarlo, esbozó una sonrisa.
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