Entre la vida y la muerte
La cierva, que no quitaba su mirada puesta en el cielo, veÃa cada vez más lejana la escena, buscando alas entre los tamujares para alcanzarla y, bandadas de chamarices volaban tristes por las junqueras, como si aquello no hubiese ocurrido.
—Y, entonces, ¿qué?
—Ya lo creo que sà —aseguró Candiles, que presenció el ataque cuando a baja altura cruzó veloz entre ellos, antes del mortal zarpazo.
El águila, balanceándose para darse más impulso, intentaba caer con la presa sobre el saliente de una roca, pues ya notaba que estaba empezando a cansarse de sostener aquel peso. Por fin chocó con el suelo de ramas y despojos de otras cacerÃas y, dejó caer el cuerpo de la jabata delante de su aguilucho que no cesaba de agitar las alas y habÃa salido de inmediato del fondo de la cueva atraÃdo por el grito materno del regreso.
Filigrana jamás hubiera podido imaginar que un ave tan enorme llevase por los aires a una jabatilla que seguÃa los pasos de su madre y que a lo mejor pocas veces en su vida se le ofrecerÃa una oportunidad semejante de volver a contemplar tal espectáculo.
—Debe creerme, señor. Me ha hecho mucho daño ver a la cierva mirando al cielo, mientras la veÃa alejarse sin poder hacer absolutamente nada por recuperarla.
—Harás bien en recordarlo y cada dÃa te sorprenderás más de cuanto ocurre en los montes —le dijo Candiles, indicándole anduviera con cuidado por la senda embarrada que seguÃan y que el temporal ya habÃa inundado.
Cuando reanudaron el camino, dijo el vareto Filigrana:
—Las barranquillas del rÃo Jándula, por donde usted gusta pasear sus Candiles rameados sobrecogidos por la sequÃa que venimos padeciendo, son ahora dignas de contemplarse por las intensas lluvias caÃdas el pasado mes de mayo.
—¡Gracias, San Huberto! —exclamó el venado al verle tan emocionado— y que el espeso jaranzal descubra de nuevo el verde de nuestras solanas y las florecillas de mil colores perfumen cada chaparra o cada regato de la raña pelada, hasta el silencio de los encames.
—¡Por supuesto que sÃ!, pero hay momentos en la vida en que uno se siente más sensible, y por eso me considero dichoso de carear nuestras sufridas sierras y que este agua llene de vida nuevas parideras.
Candiles, haciéndole una caricia con la cuerna, avanzó por el camino terrizo de las palomas campesinas, sin dejar de otear el inmenso verdor que les rodeaba. A fin de cuentas, ¿qué prisa podÃan tener por avanzar, si apenas podÃan abrirse camino a través de la hierba ya crecida? El venado se inclinó hacia él y le susurró al oÃdo:
—¡Ni siquiera podÃamos imaginar que estuviésemos a nuestras anchas por aquÃ, con el hambre que padecimos por la falta de lluvias y las diarreas que agarramos con las malas hojas que crecÃan entre lomas y silletas!
—¡Oh, cómo he de olvidarlo, señor! Es de esperar que el cuerpo no pueda vengarse de pasar por la vergüenza de estar sucio, visiblemente cansado y caminando lentos por las cuestas, dando menos rumor que un lagarto.
Aparentemente, las cosas siguieron mejor y no volvimos a mencionar lo pasado. Nos bastaba con saber qué ocurrió.
De pronto se detuvo Filigrana y miró perplejo a Candiles. Sin ser descubierto, vieron a un hombre ocultándose en el espesar del monte, frente a un prado donde tenÃa atada a una cabra que no paraba de dar saltos, en su intento por soltarse de la cuerda que la sujetaba en la soledad más absoluta.
Más bien parecÃa que le ofrecÃa a un perro —que desde hacÃa años andaba salvaje por los montes— la oportunidad de hacerse con ella, mientras él, tan pronto asomase la gaita por la linde, lo dejarÃa seco de dos tiros de su vieja escopeta de gatillos, ya que hacÃa dÃas saltó el corral de la choza y degolló a dos ovejas y mordió a otras tres.
A medianoche, desde el morro de enfrente, sin apenas oÃr al perro que llegó por el rastro, en cuanto salió al claro lo dejó patas arriba y soltó después a la cabra, que con una carrera larga repechó la ladera de enfrente hasta hallar el rebaño. Con toda serenidad, con la misma cuerda de la cabra colgó al perro en la rama de una chaparra en medio del viento nocturno —viento lobero— cuando las estrellas se estaban apagando. Ahora ya podrÃa dormir. A pesar de estar las dos reses muy enmontadas, observaban con atención el rececho de aquel hombre bajo los reflejos de una luna hermosa y su sorpresa fue grande cuando, sin esperarlo, percibieron la fuerte descarga de la escopeta, como si la sierra se hubiese quebrado, saliendo los dos de estampida y cruzando a todo meter la umbrÃa de Mingorramos, hasta encamarse en el hondo de la serrezuela.
—Vaya susto que hemos pasado, Filigrana.
—No me diga usted. Que, por si fuera poco, andaba medio adormilado, esperando cómo acabarÃa aquello y al verle a usted correr de esa manera, no sabÃa por dónde tirar y casi me parecÃa que tenÃamos detrás la corrida de una rehala bien engalgada. Le juro que jamás he galopado más entre el monte, a pesar de ir en su compañÃa.
Candiles, después de mirarlo y remirarlo, esbozó una sonrisa.