Las sorpresas de la primavera


Desde mucho antes del amanecer escuchaban, cada vez más cerca, los balidos de una res acabada de nacer y, al rodear los apretados macizos de El Lentisquillo, en medio de un grupo de muflones, divisaron a un pequeño que corría y brincaba en todas direcciones y casi no le sostenían las patitas, intentando a toda prisa alcanzar por primera vez las tetas de su madre y comenzar a mamar.

Ella le miraba y volvía la cabeza hacia él, una y otra vez. Notaba su aliento y una sensación de placer sublime y muy prolongado recorría su vientre cada vez que los labios del pequeño acariciaban sus blancos pezones, y un rumor de entusiasmo surgió entre los muflones, tal vez porque, al ser tan pequeño, todos darían la vida por él, convertido desde ahora, desde ese mismo instante, en rehén del destino, aunque no sabría por qué… ¡Qué suerte tuvo de nacer en medio de las jarillas, en la tierra no sembrada, mientras los gorriones revoloteaban por encima del encame, capaces de alegrar su pequeño territorio y no tuviera miedo! Cuando ya se alejaba el cortejo —tenían que seguir adelante— uno de ellos se apartó de la fila para permanecer vigilante a corta distancia, hasta donde le alcanzaba su vista. Entre los animales de la sierra no existe el descanso y, en consecuencia, el instinto les lleva a hacer frente a situaciones de conservación desconocidas, aunque en ocasiones lo pasen fatal. Por eso, aquel vigilante no dejaba de mirar todas las matillas, hasta que caminase siguiendo los pasos de su madre y, con el tiempo, sus buenas andaderas registrasen el garabato de brezos hasta las más ocultas rehoyas. –Sierra, ¿le darás un poco de tus tardes tranquilas? ¡Tú, tienes tantas…! En su careo, Candiles y Filigrana, al encaminarse hacia la raña de la cumbre fría del avellano, vieron a un hombre que en un cesto recogía setas entre los encinares más sombríos. Una de las veces, al apurar el paso, tropezó con parte del desmogue de una robusta cuerna, casi enterrada entre la hojarasca y, sorprendido con una leve sonrisa y al ver que nadie le miraba, la recogió bajo el brazo, ¡que casi no podía con ella!, alejándose presuroso, que hizo levantar el vuelo a una bandada de asustados rabilargos. Era el padre del guarda de la finca, que gustaba recoger hongos para asarlos en la lumbre de la chimenea y tomar varios tragos de la bota de vino —que estaba colgada de un gancho junto a la alacena— y que tanto gustaba a quienes bebían de ella, elevándola por encima de sus cabezas para saborear mejor el chorro que caía en sus bocas.
La primavera esconde muchas sorpresas en el monte y Candiles lo sabe muy bien
Mientras, el venado no dejaba de pensar que fuese suya una de las cuernas del desmogue que llevaba aquel hombre camino de su vieja choza, y quiso comprobarlo con la ayuda de Filigrana, que por cierto ya lucía dos largas varetas de horquillón y parecía mucho más alto y fuerte. Éstos, sin pensarlo más, descendieron rápidos por la senda que llevaba, efectuando un brusco giro, parando en seco la carrera y cruzando por delante de él, hasta comprobar, a cierta distancia, que efectivamente pertenecía a Candiles, ya que los candiles de su corona eran la envidia de toda la sierra y ningún otro venado podría haberla sostenido en su frente. Estaba claro que, por curiosidad y no por otra cosa, fue un placer muy encomiable sentirse atraído por aquel hecho que le permitiría ver de cerca parte de su cuerna y no reflejada en las aguas de los arroyos del rió Jándula. Y eso fue lo ocurrido: ¡que él la hubiera perdido por allí, y que a este hombre se le presentase semejante ocasión en su vida sin que supiese a quien pertenecía, son dos circunstancias difíciles de adivinar en una sierra, lejana y sola, donde ocurre de todo y nada pasa desapercibido…! –Es que… es que… como sabes, Filigrana —se apresuró a decir Candiles—, nuestras cuernas sólo duran una berrea. –Sí, lo sé. ¡Y algunas lágrimas pugnaron por asomar a mis ojos cuando empezaron a brotarme aquellos ardientes botones con el creciente calor del sol! –¿De veras? Me viene pasando a mí desde hace muchos años, muchacho —dijo el venado exhibiendo su hermosa cornamenta. –No es necesario decir nada más, es lo que la naturaleza nos tiene preparado cada año.
Lanzó un suspiro. –Y a propósito de lo que me has comentado sobre tus lágrimas, quiero que conozcas un sencillo e instructivo pensamiento del joven jabalí Solitario. –Bueno, ¿qué me quiere decir? –En una mala jornada de montería sorprendieron a su abuelo en la suelta de los perros y un disparo hondo acabó con su vida. Cuando él vio cargar su cuerpo en un borrico para llevarlo a la Junta, notó que dos gotas, como de lluvia, caían junto a sus pezuñas delanteras. Miró al cielo sin nubes. No entendía nada. A mi abuelo —dijo terriblemente apenado— se le había olvidado explicarme que existían las lágrimas. –¡Qué pena, que siendo tan pequeño, presenciase a muerte de su abuelo! —y emocionado el fiel escudero, se alejó hacia un lado de la senda. Candiles, asintió con la cabeza sin poder dejar de mirarle. Sin embargo, aquella noche, mientras Filigrana intentaba dormir un poco, tuvo la sensación de ver la imagen de Solitario a la altura del cerro donde cayó su abuelo y pareció verle reclinarse sobre las jaras abiertas donde recogieron su cuerpo… Pero ya no pudo ver más. La negrura de la noche era cada vez mayor. Hoy, en este mismo portillo sobre una enorme roca de granito, han levantado los de Andújar una escultura al valiente jabalí y, a sus pies, en una placa, puede leerse: «SOLITARIO. Jaime de Foxá».
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