¡Adiós, muy temida y poderosa Sierra Morena!


Dice Mariano Aguayo: ‘Con tan buena otoñada, las reses podrán lavarse bien la boca y se van a poner lustrosas’.

Pero en esta temporada de caza, la lluvia ha escaseado en la sierra y algunos días asomó tímidamente por las cuerdas más altas. La tierra ha dado pastos muy pobres y los arroyos no tienen saltaderos que hacen mucho ruido cuando corre el agua entre las piedras y molestan a los monteros en las posturas al no oírse bien la llegada de las reses. Al parecer, no esperan los montes en los próximos meses —por lo que los hombres llaman crisis— que vengan tantos monteros como otras temporadas y ahora, se dice por Andújar, con su gracia natural: Si no viene más gente, es porque están boquerón. —Cualquiera diría que esto nos alegra, a nosotros y a muchos colegas nuestros. Nada de eso. Todo lo contrario —dijo Candiles, con voz preocupada. —Trate de imaginarse, señor, la grave situación que ocasionaría a la gente que vive entre nosotros y a las reses con sus piarillas, que carean todas las trochas y carriles, sin echar cuenta del tiempo cerca de los apretados más querenciosos que guardan las águilas. —Sólo de pensar en ello me deprimo. Jamás hubiera creído que pudieran olvidarse de los montes, después de cercar los portillos y las alamedas del celo, sin que una queja lo evitase. —No creo que les importe. Están demasiado ocupados en sus negocios, y son buenos clientes que aceptan lo que cueste el cupo —añadió Filigrana, con una leve sonrisa. —¡Qué agradable suena esta palabra, sabiendo que tienen asegurado el venado de su vida, que jamás antaño en terrenos libres lo hubieran conseguido! —Señor, ya es hora de que se reconozca, que para conseguir antes un venado aceptable, o se topaban con él o tenían que patear media sierra. Recuerda un viejo montero, que cuándo no podía caminar más, él mismo se decía: ¡Ya no puedo más! y parecía responderse con diferente tono: ¡Sí, puedes y podrás! Y justo en ese momento sintió que venía hacia él la res que tanto recechó, se incorporó de golpe, dejándola cumplir, y allí cayó en la corona del cerro. Al remontar un grupo de floridas albinas, empezaron a oírse unos cánticos, elevándose por los desmontes, que ellos ya habían escuchado una vez, cuando carearon los sendas del Santuario de la Virgen de la Cabeza. —Sí maestro, que por allí fue donde le pregunté si esas voces venían del cielo, y no hicimos más que volcar el faldeo de la traviesa, cuando presenciamos el agarre de los perros con un cochino arocho, de esos buenos, que tiró para atrás arrollando monte, y que más tarde remataron los perros. Cerca de ellos, dos guardas charlaban en el ventorrillo del Perro, sobre los comentarios de la gente, en torno a la escasa participación de cazadores y parece ser que algunos Orgánicos, rebajaban el precio de las opciones, e incluso regalaban otro día de caza, a los que no habían tenido suerte o no dispararon. —Estas oyendo muchacho, ¿cómo están las cosas del mundo de los hombres? —se apresuró a decirle Candiles. —¿Y nosotros sin sospecharlo? Jamás nos dejaran tranquilos y eso es muy triste. —Escaseará la comida que tendrían que haberle echado ya a nuestros colegas, en estos meses de sequía. Los pastos dentro del encierro de los montes están también escaseando. Las cuernas en su mayoría algo más blanquecinas, sin el negro perlado de los venados de Sierra Morena, en comparación con otras temporadas lluviosas y de fuertes berreas, desde los primeros chaparrones de septiembre hasta finales de octubre —dijo el ciervo Candiles sin poder disimular la tristeza que le embargaba. —Vámonos ya de aquí —exclamó Filigrana—, a no ser que le gusten los escorpiones.

No nos empeñemos en hablar, de lo que no podemos decir. Dejemos que hable un poeta andaluz de la sierra: después de todo esto. «Te quiero, sierra mía, desde que los dos nos encontramos. Yo con mi afición rebosada de ilusiones y tú, con tu inmenso matorral. Cuándo atravesé tu reino absoluto, de áspera belleza y rastros frescos, donde el oro viejo de los robles, queda encendido en prados y castañares. De aquella ladra por la risquera del mediodía, que me puso sobre el sendero aquel apretón de guarros cuyo rastro de sangre me bautizó. Te quiero sierra mía, con tus hondos morros del encinar, el olor rendido de tus jaras y el encame de los moradores de tu espesura. Te quiero sierra mía, después de todo esto. Aunque no quede nada. ¡Hasta que te espolvoreen mis huesos, por tu paraíso de silencio!».
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