Nos daba miedo mirarlo desde el lugar donde nos encontrábamos


Se oyeron chillidos que desgarraban los chaparros.
Filigrana, preguntó: —¿Qué es eso? Más bien parecía víctima de un profundo dolor que no podía soportar. Era la violenta flecha clavada en su cuello, disparada a menos de diez pasos, por un hombre oculto tras las matas del espeso jaranzal, camuflado con el mismo color del monte, y que su puntería acertó con la res tras la intensa espera y los nervios a flor de piel frente a su temperamento. —Por sus lamentos —dijo Candiles— me parece imaginar que se trata de un jabato, que ahuyentó a su madre de su lado y mírala donde está ahora alejada, oteando a su alrededor, y no hace más que sufrir atravesada por el dolor de su hijo. —Pero, ya no vivirá más, ¿verdad? —Así creo. Pues al acertar en el cuello —que es por donde pasan todos los conductos que llegan a la cabeza— es muy difícil que sobreviva. Y diciendo esto vieron salir de su escondite la figura de un hombre envuelto en telas verdes por todo el cuerpo hasta las orejas, con la cara pintada de negro para asegurar su camuflaje, y colgadas en la espalda un puñado de flechas, llevando en la mano una vara de enebro limpia de hojas y doblada por una cuerda entre las dos puntas. —Candiles, parece un hombre árbol que se mueve —dijo el escudero—, si lo veo de noche con esos ojos penetrantes procuraré no olvidarlo y sólo tendré patas para huir. —Tú lo has dicho, muchacho. En cualquier caso tenemos que ir con cuidado en lo sucesivo, pues estas personas son difíciles de verlas apostadas en cualquier trocha con este nuevo armamento, y con más paciencia en las esperas que el Justo Job. Esto le hizo gracia al escudero Filigrana, y soltó una carcajada. —Y con este invento de los indios pieles rojas, a partir de ahora, cuando ya han terminado las monterías, tenemos que carear cada portillo con cuatro ojos, pues si nos clavan una de esas flechas no habrá en la sierra quien nos la quite de encima. —Seguro. —Ah, señor, entre el calibre de los rifles de África y ahora con esta moda del arco con flechas, vamos apañados. —¿Por qué te empeñas en seguir hablando de esto? —Con todo mi respeto. No lo haré más. —Pues escucha. Ahora tienes que ir por las rastrojeras de El Contadero, o por sus huertas y olivares, que tienen este año buena cosecha de frutas, e intentarás traerte a un gran cochino jabalí, que andará hozando por allí todo lo que su jeta encuentre al pie de los árboles. Me debe algunos favores, y me prometió que si lo necesitase en alguna ocasión vendría siempre a mi lado. Pero ándate con cuidado, que en estos meses está con el celo. Al cabo de varias horas, Filigrana le pudo distinguir siguiendo a una cochina, intentando aparearse con ella. La reacción del jabalí al verle fue sorprendente: —Tú, ¿quién eres? ¿Y cómo te atreves a cortar mis caricias a esta hermosa jabalina? Le asaltó un estornudo. Cosas de los nervios, y bajó la cuerna en un amago de respeto. —¿Te sucede algo? —No. Nada, señor —dijo el escudero. —Entonces. ¿Qué te trae por aquí? Haz el favor de decirlo, o vete antes de que me enfade. —Vengo a su encuentro de parte del venado Candiles desde los montes de Navalahiguera. —Pues dime lo que quiere de mí, que soy todo oídos. —Desea que haga el favor de acompañarme para hablar con usted, y contarle algo que está sucediendo con unos hombres raros que cazan con flechas. —Cuando haya apañado a esa hembra, espérame en el morro de aquellos castañares y nos vamos pitando. ¿De acuerdo? —Pues muy bien. Usted siga con la faena que yo le esperaré allí. Candiles, al verle llegar, salió al trote a su encuentro y se limitó a saludarle. —Gracias amigo, por cumplir con tu palabra. —Supongo que necesitas mi ayuda, ¿verdad? —habló el jabalí, aunque algo sabía por lo que le insinuó Filigrana durante el camino. —Pues claro que deseo que nos ayudes. Te lo diré más tarde. Y se retiraron los dos a charlar a la sombra de un pino, mientras se alejaba Filigrana tomando un risquete que divisaba el portillo. Inesperadamente, el escudero vio a uno de aquellos hombres que se ocultaba con su camuflaje entre los matorrales del arroyo, sin hacer el más mínimo ruido, donde al atardecer acudirían allí algunas reses a beber. De ahí que conociese aquella espera, y no sería extraño que ya hubiese abatido a más de un colega nuestro. Para no perder ocasión y sin ser visto, fue deslizándose hasta donde se encontraban discutiendo y muy despacio les dijo: —En la orilla del arroyo se ha apostado uno de esos individuos. Le he visto hace unos minutos colocarse con todos sus bártulos, y ahí está esperando a su presa. —Ahí lo tienes —dijo Candiles sonriendo. —Ya lo veo entre las matas. Y como te he dicho antes, cuando vaya a por él me voy a divertir un rato, y del susto que voy a darle se va a quedar sin habla. Y volvió la cabeza para despedirse antes de iniciar el descenso del cerro, puesto que serían dos excelentes testigos de lo que ocurriese allí abajo. Le dio alcance. Aún estaba más tieso en su escondite que el chopo donde apoyaba su espalda y, cuando saltó sobre él, del susto que recibió, volaron las flechas por encima de las matas, clavándose en la arena y otras esparcidas entre las rocas de la orilla, saliendo corriendo como alma que se lleva el diablo. Mientras, el guarro no paraba de destrozar el puesto que hizo y de dar gruñidos de lo más sonados que un jabalí había podido lanzar en su vida. Fue tal la sorpresa del ataque que durante la carrera se iba enganchando la ropa del camuflaje con todas las aulagas, quedando en paños menores cuando alcanzó el sendero donde había dejado el coche al amanecer. Candiles se rió sin que aparentemente le importara la sorpresa que recibió aquel cazador. Algo absolutamente natural perdurará siempre en sus pulsos salvajes, que les permitirá no olvidarse de aquel jabato, al que una flecha atravesó su cuello. El monte que les rodeaba era tan hermoso e inocente, que nadie hubiese sospechado que pudiera haber sido escenario de la escena ocurrida en ese lugar. —Por cierto —dijo Filigrana—, ¿por dónde andará el amigo jabalí? Candiles le recordó que tenía novia y la pesadilla de no encontrarla, sería peor que un mal sueño.
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