¡En veda, el hombre no mata!


Entretanto, Candiles medio despierto, ha iniciado su careo bajo las matas de la umbría negra, seguido de cerca por su escudero Filigrana, en la hora temprana de alimañas y recelosos jabalíes, en la soledad de los montes incontables, cuando un alba inacabada aún no ilumina su enorme cuerna de veinte estacas.

La sierra está preciosa por sus senderos peregrinos, ensartada de jara montaraz, llena de flores amarillas, blancas y azules que perfuman la tierra no sembrada. Y cuando —en que nada se ventea— el incontenible rececho manda silencio al final de las monterías en un turno de espera obligado… ¡en veda, el hombre no mata! Tras esto, curiosamente, el vareto preguntó: —Dígame. ¿Qué es la veda? Nunca escuché antes esta palabra. Candiles, le miró sorprendido. —¿Tú has visto la sierra, sin gente ni perros? —¿Es que ya se han marchado? —se apresuró a decir el inexperto ciervo. —Vamos a ver, muchacho. Al parecer, estos se aguantan por aquí hasta mediados de febrero, con pocas ganas de irse a sus pueblos y, es entonces cuando los que más mandan, no les permiten que sigan cazando con sus rehalas, hasta otro año de caza. —Eso era lo que deseaba saber —dijo Filigrana. —Si no hubiese veda, los hombres estarían dando tiros sin parar por toda Sierra Morena, consiguiendo nuestras cuernas para colgarlas en las paredes de sus casas. Es decir, acabarían con los de nuestra casta y perseguirían a los demás por los remansos abiertos de temblor entre el guirigay de voces y trabucazos. —¿Pero cuánto tiempo estarán fuera? —se apresuró a decir. —Unos ocho meses, hasta que de nuevo los perrillos punteros vuelvan a jalar las cuerdas más altas detrás nuestra por jarales y carrascas y San Huberto nos proteja.
El vareto preguntó curioso: ¿Qué es la veda? Nunca escuché esa palabra
El tiempo y la muerte alargan la mano y quisieran regresar cuanto antes. Y entonces pasarán dando miedo las reses con aturdida ceguera, agitando las jaras en bárbaro arrollón. —No hubiera querido decirlo —tartamudeó el escudero— pero temo por su vida, y es muy poco lo que puedo ofrecerle, pero tenga la certeza de que cuantas rehalas den con sus pistas, mi carrera desafiante y mis saltos atravesados las alejarán de su camino. —¿O sea, que no hay inconveniente en que se prolongue tu estancia a mi vera? ¿Qué me respondes? —exclamó el venado en voz baja. —Me cuesta seguir hablando, y a lo mejor yo no seré como Campanillo, pero pienso que nos entenderemos los dos y cualquier ruido sospechoso o el viento que mueva las matas o el tarameo que atenaza, será suficiente alerta a lo que venga. Candiles se le quedó mirando en silencio, mientras las palabras del escudero permanecían en el aire hasta alcanzar las lomas en donde el romero se espesa. Justo en aquel momento, una hermosa cierva se acercó hasta ellos por detrás de la vereda negra de una alambrera donde se enredan las reses en su violenta huida. —¡Qué amargura! —dijo sin poder disimular su tristeza—. Os he oído decir que ya se han marchado los hombres y sin embargo muchos seguimos aquí encerrados y no podemos ponernos a carear como vosotros las arboledas de otras querencias.
La observamos con atención. Poseía la belleza natural de las hembras de estos portillos y estaba a punto de entristecerse con un gesto de emoción en su rostro. Sin darme cuenta, lancé un suspiro de vergüenza al contemplar a tan hermosa criatura bajo el sol y la sombra cuadriculada de su imagen reflejada en la maraña impenetrable de alambres. —¿Cree usted que lo podrá superar? —le preguntó Filigrana. —Puede que no, pero el tiempo lo dirá. Aunque lo curioso del caso es, que cada día hay más portillos cercados. —Sí, desde luego. Algo me contaron y realmente tenían razón cuando decían que unos gruesos candados habían empezado a cerrar las puertas de las manchas monteras… —Estoy viendo en ese árbol un nido de pajarillos y pienso que si no tuviesen alas, a lo mejor los hombres los encerrarían también para privarles de su libertad. —¿Por qué hablar más? ¡Ahora se me antojan más desolados estos portillos! —Será una tarea de los hombres, acabar con ésta maraña olvidada de los cerros enjaulados. Bajando hacia la umbría de Los Escoriales, de repente Filigrana observó a un perro de largo jopo jalando una vereda empinada. —¿Candiles, aún quedan perros sueltos por aquí pese a la veda? Mire aquella senda de enfrente y lo verá pasar. —No tan deprisa, muchacho. Aquello es un enorme lobo. Así permanecieron ambos, inmóviles dentro de una espesa lentisca, mientras observaban el polvo que levantaba en su carrera. ¡Qué momento, señor! De repente llegó hasta ellos una ráfaga de viento y le parecieron que se volvía y presos de pánico se deslizaron sin hacer el menor ruido detrás de unos peñascos. Creyeron escuchar sus pasos y después de vacilar unos minutos echaron a andar con la misma lentitud de las veredas peregrinas. ¡Vete en mala hora!
Comparte este artículo

Publicidad