Tienes que emocionarte, sin más remedio


A la memoria del perrero Antonio Tribaldo.
En su careo, aquel recorrido era el preferido por Candiles muchos días. Pero aquella mañana una amenazadora idea le conmovía hasta lo más profundo de su ser. Empezó a aminorar la marcha y con pasos cada vez más lentos se dirigió al sopié, desde el que divisaría una parte importante de la mancha, como había venido haciendo cuando presentía alguna amenaza. El escudero Filigrana, se hallaba a su lado, con la mirada fija en el monte. Pero una rápida ojeada le había bastado para advertirle que algo no iba bien. Enseguida comprendió lo que ocurría. Descubrió a lo lejos a varios hombres que se adentraban sigilosamente por los carriles del sendero, encaramándose hasta la retranca. Estaba bastante claro. Se iba a dar La Montería. Los pensamientos de ellos fueron interrumpidos por la aparición de varias camionetas cerro abajo y otras aparcadas cerca de la linde del desmonte cargadas de perros. Candiles, disimulando su temor, se encontraba tenso y nervioso, porque presentía que su vida dependía ahora de su instinto en un empeño muy difícil por mantenerse alejado de la amenaza que se cernía alrededor de ellos. Una brisa muy suave, acariciaba las ramas de los chaparros en el silencio tan característico de la sierra y ello hacía que todos los olores alcanzasen la expresión tensa de sus caras. De este modo podían conocer los movimientos de aquella gente en el momento en que empezaran a rodearlos. Su esperanza consistía en que aún no habían subido hasta la cuerda y por allí sería más fácil la huida. Por una enmarañada senda, vieron acercarse a un joven con sus delanteras bien plantadas y el rifle terciado a la espalda, que se colocaba al resguardo de unos espesos enebros desde donde divisaría la media ladera del portillo y sería un buen tiradero. Semiofuscado por la situación, Candiles se dirigió a mí, haciendo una mueca de desagrado. —Mira, Felipe —dijo—, no cabe duda de que esto ya ha empezado. ¿Verdad? —Eso me temo —le respondí, dejando caer la pluma sobre la mesa. —Veo que la cosa está poniéndose fea —resopló fuerte— pensaba que no me meterías en este lío. Me miró con semblante triste. —Me gustaría poder ayudarte desde estas cuartillas. —Sí, pero ¿cómo? —me contestó con los ojos desorbitados—. Tú me sigues por donde yo careo desde mi nacimiento y ahora aquí estoy atrapado como una zorra. —Sí, y eso me preocupa, amigo. No te quedes ahí mirando y pido a la Virgen de la Cabeza, que no te ocurra nada. Le miré largo rato antes de esconderse en la penumbra de la risquera, después de una ascensión estrecha y sinuosa cubierta de espesas cortinas de jaras. Mas tarde escuché un intenso ruido de ramas entre los juagarzos y la carrera endiablada de las dos reses que el eco repetía por todo el portillo, sin poderlo remediar. Cinco rehalas corrían desesperadas, persiguiendo a un buen cochino que traían chanteado desde el barranco con un jaleo excitante. Se les podían ver saltando sobre las matas por delante de la morra donde se encontraban ocultos Candiles y Filigrana. Sonó un disparo. Un disparo que lo revolcó, yerto y pateando, donde el sobresalto se cita. Inmediatamente sobrevino el inevitable agarre, gruñendo como una fiera y lanzando perros por los aíres con sus afiladas navajas. Luego murió entre los mastines que le mordían desesperados. De pronto un podenco blanco avisó desde lo alto de unos peñones, y todos volvieron veloces latiendo de nuevo a lo que viniese, entre el repiqueteo de los rifles. Varias ciervas corrían enloquecidas, rompiendo monte con sus pechos y siendo sorprendidas por los perros que venían a su encuentro. Al verse atacadas, saltaron por encima de ellos, dejando desamparada a una cría que enseguida la agarraron entre lamentos que desgarraban los encinares. Tres monteros bajaron las armas cuando las orejonas cruzaron por delante de sus posturas. Después pudieron despistar a las rehalas, regresando a la llamada del caracol de los perreros para reunirse de nuevo. Desde el jaral donde permanecía oculto Candiles, miraba a todas partes procurando adivinar el viaje que llevaban las recovas y lanzar rápidamente a Filigrana por delante. Poco después, desde el fondo del barranco, ordenó una voz: —¡Oye Francisco! ¡Espérate ahí a que lleguen los otros perros del sopié! —¡Mire usted, señor guarda, las reses están arremolinadas en esas pedrizas y no hay quién sujete a mis punteros! —¡Pues tú aguanta ahí! ¡Ya te diré yo cuando tienes que entrar otra vez! —le respondió seriamente. —¡Así se hará! —y se sentó bajo un olivo silvestre, rodeado de buena parte de sus perrillos. En la armada de la traviesa aullaba un perro. No se entendía su parada como si latiese a perdido en la soledad de aquellos páramos verdinegros. De repente hubo frenazos y dos, siete, trece perros, se detuvieron allí, y en medio del círculo que ya se había formado, el cuerpo caído de un perrero permanecía recostado sobre un charco de sangre. Se puso de pie, miró una de las botas y observó que tenía rajada la pierna desde el tobillo hasta cerca de la rodilla. Un jabalí navajero, que llegó herido, lo revolcó sin compasión, y el perro que aullaba era el que avisó a los demás. Durante horas, sin saber que hacer, muchas criaturas se despeñaron y otras eran heridas por las balas a la misma hora…donde estaban antes… donde habían crecido… Se oía crujir de ramas mezcladas con una algarabía de voces espantando reses, aquí y allá. Candiles, tenía la impresión de haber oído pronunciar su nombre. Cuando ya se acercaban los primeros perros de presa, se volvió y mandó salir a Filigrana. Sintió la tentación de pedirle perdón, pero se reprimió. Con la rapidez que pudo, saltó las jaras alertando a aquellos malditos al golpear las piedras cada vez más fuerte con sus pezuñas. Daba saltos en el aire imprimiendo más intenso ruido, que excitaba cada vez más a los punteros, esquivándolos como mejor podía. Al poco tiempo, aquellos perros guiados por su olfato, divisaron una collera de venados mostrando sus hermosas cornamentas, sorteándolos con regates largos, lo que le permitió a Filigrana alcanzar la cuerda del monte y trasponer el portillo que se monteaba. Se paró después encima de una lastra que dominaba todas las trochas, y paseó despacio la mirada hacia el triste camino recorrido. Alguien acababa de disparar en los pícateles de enfrente. Se quedó mirando con un suspiro, y vio rodar por tierra a los dos ciervos, que antes perseguían los perros. Miró forzando los ojos hacia la orilla de un arroyo donde refrescó las heridas de sus patas, entre el paqueo de los rifles. Cuando terminó de beber, se irguió y acaricio su cuello sobre unas hojas de torvisco. Candiles venía a su encuentro, con ganas de consolarle cuando terminó el jaleo y los perreros recogían rehalas. Filigrana, al verle, empezó a dar saltos de alegría y se fueron alejando, carrileando postueros de mucha querencia, y esquivando zarzalotes incómodos en que verdean las cuerdas más altas. No parecían asustados lo más mínimo. Sus ojos estaban abiertos. Muy abiertos… —Me emocionaron las palabras de un perrero, cuando junto a mi postura compartíamos un trago de mi bota de vino, mientras descansaba de batir la mancha. —Don Felipe —dijo— todavía se me saltan las lágrimas al recordar la muerte de Antonio Tribaldo, gran perrero de Puertollano. —¿Qué me dices? ¿Y cómo fue? —Haciendo lo que más le gustaba: Montear con sus perros y, al subir un repecho detrás de un buen guarro, el corazón no pudo más y allí mismo murió. Sus perros quedaron rodeándole su muerte, hasta que el podenco Caminante, latiendo a parada, pudo indicar donde estaba a los que le buscaban, ya que no aparecía en la recogida de los perros. —¡Qué pena! ¡La sierra se queda triste para siempre al perder a tan buena persona y mejor perrero! —¿Y qué le vamos a hacer? —¡Que nos espere en su peña celestial y desde allí nos ayude en la suerte del buen cazar! (7-11-2011)
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