¡Qué sería de los montes sin sus buenos guardas…!


—¡Madre mía! —dijo de repente Candiles—. Corre Filigrana, corre por lo que más quieras y mira bien por dónde brinques, que yo voy detrás de ti.
Derribando jarales tronchados por el fuerte viento que no les permitían oír nada, sin saber a dónde dirigirse, llenos de temor, y sorteando las ramas de los tamujares como si fueran rejas, confiando en la plenitud de su destreza por las ásperas veredas, el murmullo de la tormenta con olor a tierra mojada, y una magia especial que cincelaba la carrera de sus patas. —Es verdad, que he penado mucho por salir adelante, pero en momentos como éste se hace difícil pensar que tendremos suerte. Pero aquello parecía complicarse, y tenían la sangre negra al saber que tres perros asilvestrados se echaron al monte hacía unos meses, y devoraban cuántas reses caían delante de sus babeantes bocas, y cuentan los serreños que hasta atacan los apriscos del ganado. —¡Cuidado, que ya vienen! ¡Siga más rápido, se lo ruego, señor! —se apresuró a decir el escudero, casi sin habla—, y usted sabe, que lo que pueda hacer por salvar su vida lo haré jugándome la mía. —Lo sé Filigrana. Lo sé… Más pronto o más tarde tendrás que vértelas con estos asesinos. Él, se limitó a mirarle moviendo la cuerna más impresionado que nunca. Nadie le había lanzado jamás semejante reto. —Pero estoy pensando que voy a probar una cosa —que por probar nada se pierde— y cuando empiece a clarear, seremos dos cimbeles para atraerlos hasta el chozo del pastor, que tantas ganas les tiene por el daño que vienen ocasionándole, y saltaremos varias veces la valla de estacas produciendo todo el ruido del mundo para que salga el pastor, y cuando vea a los perros allí dentro, se liará a tiros con ellos, y nosotros entre la desesperación de lo peor que nos está sucediendo y un deseo de librarnos de su feroz ataque, intentaremos salir de allí como nos sea posible. —Pues venga Filigrana… a correr, que ya están cerca y vienen desesperados con su ladrisqueo por el repecho de rabia entre los matorrales —dijo Candiles, dando un largo respingo. Y, sin pensarlo más, se lanzaron en una fuerte arrancada, y los perros cada vez más agresivos detrás de ellos y, al verlos el pastor —que no se descolgaba la escopeta del hombro ni para dormir— empezó a dispararles, hiriendo a dos de ellos que se revolcaban de dolor, y el tercero huyó senda abajo sin hacer caso de los otros. El sol brillaba, alejando las últimas sombras. El aire era fresco aún y el viento había cesado. Acechaba el rocío en el relente de la tierra fresca, y la incomparable y perfumada sierra de Andújar, filtraba por sus retamas el lenguaje de las reses, de los caminos terrizos de jaras y toda la salvajina de las cumbres solitarias. —Señor, si no hubiese sido por éste hombre, no estaríamos aquí tan tranquilos. Y es que hace unos días escuché la conversación de dos guardas en la finca del Tamujar, que comentaban el problema con la llegada de los perros salvajes a los montes y el peligro que representaban para las reses y el ganado. —Así me lo hiciste saber y por eso decidí actuar a mi manera y llevarles detrás de nosotros a la trampa del chozo del pastor, como si fuese un embudo, donde él podía estar esperándoles para abatirlos y alejarnos del peligro. —Por lo menos, en esta ocasión tuvimos suerte al regatear a esas fieras rabiosas que casi nos tenían acorralados —dijo Filigrana, atento a lo que se moviese entre los chaparros del portillo. —¡Y suerte que el guarda nos ayudó…! —Por cierto, señor. ¿Qué le parece si aprovechando estos días de Navidad, le enviamos nuestra felicitación a estos hombres que cuidan los montes con tanto interés y valentía? —Pues ¿por qué no? Si su buena guardería merece nuestra gratitud y respeto, puntualizó Candiles, continuando su careo a trote largo por la verde solana que revocan las jaras cargadas de olor. Un hombre con todo el sigilo que le era posible, caminaba inquieto con su gorrilla terciada, el zurrón a la espalda y el arma preparada. Avanzaba en medio de una densa bruma procurando apartar las jarillas que seguía. Tardó más de una hora en alcanzar la solana de los Tinajones, y allí estaba escuchando la berrea de los montes. De repente, le pareció oír el rodar de unas piedras cuando jalaba un puntalillo de hermosas carrascas y paró en seco sus pasos, al tiempo que vio pasar a Filigrana justo por enfrente de los matas que le ocultaban. Tras pensarlo un momento, procurando que no descubriesen su presencia, permaneció inmóvil y pudo ver la silueta de Candiles. Estaba paralizado y cuando apuntó la escopeta, la niebla se lo tragó. Escuchaba su brama a veinte pasos y no podía verlo. Todo el portillo se difuminó de repente en unos segundos y cada vez se oía más lejana su berrea y otras veces también la del escudero, que por cierto tenía más de un chichón de pelearse con otros venados. No podía creerlo y seguía sin saber qué hacer. El momento de derribar a Candiles resultaba ahora más complicado. Empezó a caminar por la raña impenetrable al seguir la estrecha senda que aún tenían frescas las pisadas del venado. Acarició la cabeza del perro que le acompañaba y el oído tan acostumbrado a todos los sonidos de la sierra se agudizaba cada vez más, retorciéndose sobre una línea de encinas viejas que seguía, sin dejar de mirar los rasos, y apenas sin hacer ruido. Arqueó las cejas y levantó el cuerpo para ver más lejos. Se tendería sobre el prado de la solana para echar un tranquilo sueño. No se sentía capaz de seguir caminando, envuelto en el intento desesperado que le permitiera encontrar de nuevo a Candiles. Le despertó el paso de unas ciervas a toda prisa seguidas de sus gabatas, trotando maravillosamente bien hacia la arboleda de acebos donde se pararon para tener marcado a un podenco que desde hacia rato las seguía sin ladrar. —O sea que al final tengo la suerte de seguir siendo el famoso Candiles, gracias a la niebla que me ocultó de ese hombre. Filigrana trato de sonreír pero no pudo. —Bueno muchacho, a lo que estamos. Como el careo que lleva ese individuo no es el mismo que el nuestro, vamos a colarnos en la otra mancha y ya se cansará de buscarme. Fuera como fuere, pronto empezará a oscurecer y regresará cabizbajo por donde vino, cavilando que nunca más se le presentaría otra ocasión como la de hoy para hacerse conmigo. —Ni yo lo permitiré —exclamó el escudero sin poder disimular su orgullo. El ciervo lo miró complacido. Empezó la lluvia a caer mansamente sobre los montes. Candiles sacudió la cuerna. Era el momento de marcharse mientras la brisa de octubre hacía crujir los resecos jarales de los senderos, y el aguaviento que caía rugía con fiereza. ¡Tenme contigo Sierra mía! —dijo la guardería— Pues sólo perdura aquello que apreciamos y protegemos.
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