Luis Aldehuela


A la memoria de Luis Aldehuela, pintor de Sierra Morena de Andújar y de sus reses.
Hablé con su hija Pilar para darle el pésame por la muerte del maestro y al terminar la conversación me dijo: —Tendrás que escribirle algo a mi padre. Hazlo como tú quieras. Pero escríbele. Hoy no está entre nosotros, pero te leerá desde su peña celestial. Y al día siguiente ya estaba yo delante del ordenador con la ayuda de mi libretilla donde guardo las notas de aquellos tiempos por los montes y mis visitas a su estudio de Los Majuelos, que divisa desde el cerro las anchuras de la sierra infinita. En una ocasión en que el cielo andaba algo nublado, al asomar de pronto unos rayos de sol, va y me dice: —Fíjate Felipe, qué tonos azulados están tomando ahora las hojas de esas jaras. Y no había terminado de decírmelo, cuando ya tenía el pincel sobre el lienzo de un cuadro donde las jaras cerraban el paso de las trochas y un venado tronchaba las matas de claridades. Me apetecía hablar con el maestro Aldehuela y oírle decir: —Yo prefiero pintar desde aquí la vida de los animales sencillos de nuestras incomparables y silenciosas serranías, aromadas de tomillos y jarales. Caminar por el monte respirando aíre puro y contemplar el vuelo de las águilas entre las nubes de las cumbres, o captar la carrera ágil y bravía de los ciervos y jabalíes por los abruptos barrancos… Y es que en esta tierra negra, la emoción anida en cualquier parte y pasa arrebatado el silencio caminante con toda la luz de las cuerdas más altas. Dicen, y yo no puedo dudarlo, que los artistas cuando alcanzan la edad madura, gustan de recordar todo aquello que no volverá a ser igual y con voz segura, elevan su primitiva hoguera de esperanza e ilusiones por los más altos compromisos que les dicta su conciencia y jamás exigirán nada por ello. Pintores han captado el primer trinar de los jilgueros, el paso de las nubes por donde el día arranca, la secreta llamada de amores que el silencio verde acaricia y los encames de las reses por el portillo apretado que esquivan vientos torcidos entre escondidas flores del jarizo. Pero ninguno igualó al maestro Aldehuela —poseedor del más vivo testimonio serrano— en hacernos sentir con su pintura la gloria bendita de las suaves crestas y los amables regatos de sus manchas monteras. Y me agrada también recordar a Jaime de Foxá, cuando habla de su pintura, donde respira el monte: Luis Aldehuela, ha ido, como montero de color y la paleta, sorprendiendo por las veredillas casi inaccesibles de sus sierras —de nuestra Sierra de Andújar— ese quehacer escondido de las reses que no conoce ni siquiera el formal cazador, más habituado a verlas en trances de fuga desarbolada o de desolada agonía. Aldehuela, es el hombre de Sierra Morena que dispara con el pincel y con la gracia sobre las reses de sus montes. En sus cuadros hay un distante plano desvaído que huele a jara y a leña mojada. A esa aromada teología de olores y de brisas que sirve de fondo y encuadre a la silueta gentil de los grandes animales que todavía son —¡y quiera Dios que por muchos años!— enigma e inquietud de los valles humildes y de los cerros heroicos de Andújar.Luis, caza pintando. Con pincel fino y antiguo, de hombre que ama la Tierra y a sus frutos vivos, llámense, bolitas de madroño, gabatos pintados o gramillas amorosas de lentiscos.
Luis Aldehuela, expuso por primera vez en Madrid el año 1950. Desde entonces ha celebrado ochenta y cuatro exposiciones individuales entre las principales capitales de España. Tiene obras en Suecia, Francia, USA, África, México y Andorra. Juan Bta. Beltrán, le dedicó el siguiente comentario que pregona la naturaleza grande y bravía con sus pinceles, ante el horizonte agreste de su sierra: Pintor animalista, sí, y de los pocos que ha habido en España —perros de Velázquez y de Goya entre cazadores de Corte— y el mejor animalista moderno. Pero también intérprete eficaz de la siempre fresca y hermosa serranía. El primero que se atrevió a conjugar el ágil movimiento del animal silvestre en su propio y paradisíaco hábitat que funde, en una visión personal, la dinámica viva de animales verdaderos con la estática de las cumbres, de nieblas leves por las vegas de rocas abruptas o de sotos apacibles. Ved, si resistís sin emocionaros el hondo patetismo del pico, abierto en canto del urogallo, o la serenidad de estos venados que olfatean grandezas de horizontes en la impresionante soledad de sus lienzos. Escasa violencia en las criaturas de Dios, dentro de su fuerza. Una intuición certera depuradamente artística, que halla fiel vehículo en una técnica perfecta, de ayer y de hoy, que su hija Pilar, por la difícil senda que marcaron aquellos broncistas iberos de Despeñaperros, también hace suya con admirable acierto.
Y termino estas citas, destacando el hecho de ser su amigo y contar con orgullo el haberme ilustrado la Segunda Edición de mi libro Candiles, editado por la Comunidad de Madrid. Como es natural, fue una gran satisfacción contar con su estimable colaboración, expresando en voz alta su arte inigualable, destacando las láminas del nacimiento del venado, el agarre de un cochino con los perros de la rehala, el ataque del escudero Campanillo, a dos furtivos que los derribó de la moto cuando regresaban de hacerles una espera, y aún están temblando de la sorpresa que sufrieron por el arrollón inesperado. Hay otros dibujos de luz vibrante careada de reposo, de verdes arrodillados, a cual mejores, por su belleza natural y su ímpetu de sierra, nacidos de la mano de Aldehuela, bajo brisas de amor, de yerba y piedra.
¡Y cómo le dio vida el maestro a Candiles, para la portada, en elegante estampa de poderío y belleza…! —Amigo Luis, está claro que no sabía cómo escribirte y por ello he querido que me acompañasen tus amigos y hablasen de ti, como si formásemos una sola familia de amistad a lo largo de tantos años que estuvimos juntos. Algunos aún vivimos y hace unos días cuando te marchaste, justo en aquel momento, los soleados portillos peregrinos arrodillados de jaras, empinaron las pisadas sigilosas de los ciervos para despedirte, como si te los llevaras pintados en tus lienzos y una jabalina rodeada de seis rayones, dando un careo por delante de tus Majuelos, observaban su interior para verte y ni siquiera te hallaron dentro del estudio. Miraron de nuevo a su alrededor para despedirte, y el maestro, que tantas veces pintó sus lances, agradeció el recuerdo más allá de los confines del cielo levantándose emocionado de su peña celestial. ¡La cochina grande, cómo si le hubiese oído, alzó lentamente la cabeza y soltó un gruñido! Dedicado a sus tres ‘palomicas’: Pilar, Marien y Alicia
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