Deseo hablaros sencilla y claramente


Doy gracias a mis amigos, guardas, muleros, perreros, postores y secretarios —hombres sencillos que conocen la sierra y sus manchas— y hasta tantos y tantos monteros, a los que nunca olvido, y de los que recibí las mejores lecciones de buen cazar y que me enseñaron a ‘amar todo lo que nos ofrece el monte soberano, en la soledad de sus encames, en esta selva pequeñita donde coge todo el mundo y hasta el aire llega por favor’; como me dijo el periodista y entrañable amigo Tico Medina, cuando la contempló por vez primera desde el cerro del Santuario de la Virgen de la Cabeza.
Yo he vivido aquellos tiempos de gloria, careando solanillas y sendas en un mar de jaras que padreaban colleras de buenos venados y que, por aquel entonces, aún no le habían puesto puertas al campo. Y en cierta ocasión, me dijo mi maestro Jaime de Foxá: «Dentro de poco, la hermosa y soleada sierra de Andújar será un monte cuadriculado de postes y alambres». Y así fue desgraciadamente. Era allá por los años cincuenta y tantos, y al oírlo se me hizo un nudo en la garganta. ¡Y qué pena, ver cómo están hoy las fincas reseras, donde las alambreras marcan un solo camino y las opciones de las posturas alcanzan precios millonarios! ¡Ah, eso sí! ¡Se sigue rezando una salve a la Virgen de la Cabeza! y recorriendo las fincas con los todoterrenos, y después de las habichuelas largarse a todo correr, sin despedirse siquiera del valiente perrero, que con sus rehalas le ayudaron a mover el monte y llevarle las reses hasta su postura para conseguir el cupo que la organización permitía.
Acércate amigo. No preguntes nada. Vete por las grandes praderas de chaparras fecundas y escucha el cascabeleo cantarín de las rehalas. Hay mil sendas para ti. Noches tremendas al irse la luna de los aguardos. Estupendas rocas, desfiladeros de monte fuerte y arrancadas encendidas de reses encamadas en lo hondo. Alcánzame tu mano. Empínate donde el camino salvaje arranca. Contempla como mueren los valientes en los agarres, en tanto la sierra se alegra con las ladras. Detente, desde aquí arriba. En las raíces mismas de cualquier portillo, y abarca con tu mirada colleras de buenos venados hasta levantar una partida de jabalíes abriendo tajos hacia los altos crestellares. Todo el silencio para ti deseo. Para abrir paso al jaco en que cabalgas y seguir el ronco latido de los mastines en la recova. Pero calla amigo. No preguntes nada. La honda soledad en tu ronda espera hasta las anchuras de la sierra infinita por la aurora que nace en tu pecho de montero. En aquel tiempo las trochas las marcaban las reses con sus pezuñas y, en algunas manchas, tardábamos en bestias varias horas para llegar a las posturas y otras tantas al regreso, teniendo en ocasionen que bajarnos para que descansaran. Y por si fuera poco, al no estar acostumbradas a llevar extraños en sus lomos, más de uno rodó con ellas, teniendo que ir recogiendo los guardas durante meses parte del material esparcido por el monte. Hoy las monterías en Sierra Morena y los novatos con billetes, son los que siempre acuden por allí y aparecen después fotografiados con excelentes trofeos en las revistas especializadas de caza. …Ya que parlanchines escopeteros han roto el lance serio de las monterías y el negocio traspasa tus andaluces comederos. Por eso, yo te quiero, sierra mía. Desde aquella ladra por la risquera del mediodía, que me puso sobre el camino aquél apretón de guarros, cuyo rastro de sangre me bautizó. Y por todo ello, recíbeme siempre igual —como antes— donde yo pueda mirarte, para darte henchido el corazón cansado, ¡hasta que te espolvoreen mis huesos por tu paraíso de silencio. Deseo hablaros, de cuánto debéis recordar del monte y de los ganchos de jabalíes, que es lo que más se caza en nuestros montes, y no olvido aquel joven que al ir a comprarse su primer rifle, al preguntarle el Armero qué marca y calibre deseaba, le respondió: —Véndame usted, el que más aleje… En los últimos tiempos debido al abandono del campo, la población de cochinos ha aumentado considerablemente en los montes. Mi compañero de esperas, Eduardo Trigo de Yarto, corazón de la sierra partido en mil pedazos, les llamaba «los señores de la vista baja». Falleció, después de sufrir varios infartos, en aguardos y recechos, donde el sobresalto se cita. Amigo Eduardo, después de tu muerte, ahora no rompo a llorar. Me voy vaciando el corazón, oprimido de cielo y tierra dura. Estabas tan cansado, que al dejarnos en esta sierra tuya, miro crecer nuestra vieja amistad, mientras ramonean en los tamujares los gorrinos. Oigo tu arrollón de monte y tu repicar de piedras en el breñal, pisteando goterones de sangre fresca. Yo tuve que nacer montero de casta, para encontrarte donde hoza el jabalí, que ahogaban nuestro resuello en la espantosa soledad del aguardo…Y me acuerdo, hermano Eduardo, del último encame, hacia una muerte inevitable y solitaria… ¡Por eso, si tú quieres, cuando yo suba a ese repecho, espérame en tu peña! No es de extrañar que cada fin de semana un elevado número de cazadores acudan a practicar esta modalidad de caza denominada batidas, cuando están debidamente autorizadas, y los jóvenes se van adentrando en tan apasionante aventura frente a la única fiera que queda en nuestras sierras, junto con el oso y el lobo. Porque un cochino herido, que te tropieces en su huida, manda mucha fuerza. Yo tuve que atender en una ocasión a un perrero de Cardeña, durante un agarre de su rehala con un buen macareno en la finca de Los Puertos y cuando le entró a cuchillo —porque ya tenía herido a dos perros— de repente al darle la sombra de éste, le clavó una de sus navajas en el tobillo de la bota y le rajo media pierna. Y aunque no está permitido salir del puesto con la escopeta, al ver aquella masacre, no tuve más remedio que rematarlo de un disparo, después de apartar a un mastín que lo tenían cogido por la boca. El pavo pesó en la báscula del cortijo, ciento cincuenta y tres kilos. Después nos dijo el guarda de la finca, que lo tenía bien localizado y le daba impresión al amanecer cuando lo veía carear postueros de mucha querencia, levantando bandos de rabilargos sobre los rasos. Si alguna vez visitáis nuestro Pabellón de Caza Mayor en los montes de Torremanzanas, lo veréis en una tabla con sus dos buenas navajas y esa mirada que todavía pone los vellos de punta. La elección de la fecha adecuada para la celebración de los ganchos, dependerá en gran medida del éxito o el fracaso del celebrado la pasada temporada. Hay que tener en cuenta que el recorrer el monte días antes de dar la batida, o recoger setas, o los ciclistas y senderistas por dentro de la mancha, es más que suficiente para que los guarros salten de allí a otras manchas colindantes. Quiero recordar la cosa más pequeña e insignificante que hay en el monte. Es la Tablilla, y quienes se sitúan junto a ellas —porque son las que marcan las posturas— sólo las recordarán si han conseguido allí abatir una buena res y si alguno pregunta donde la abatió, entonces contestaran: —Pues, en el siete de la cuerda del Poyuelo. Y es triste que sólo se hable de ella, al colocar la fina mira del rifle en el codillo de un verraco adulto.
Una cuesta sube hasta el puesto. Allí estoy yo. Soy la Tablilla, zurciendo días en la chaparra, ante los amaneceres limpios. Las perdices que corren a peón. Los moscones incómodos. Las oleadas del aguacero otoñal. Los traviesos rayones de galopito conejero y la clara noche enfrente. No sé qué año me ataron aquí, ni qué postor me pintó el siete, e ignoro todavía porqué estoy en el sopié. Hoy, en ésta rinconada de acebos y lentiscos, la agria soledad tiene suelo fijo y sin embargo al vendaval soy campanilla entre las bellotas de la coscoja. De las sienes del silencio, seis marranetes desde su encame, entran y salen de las bañas frías, chorreando barro por sus cerdas. Cuando susurra el aíre en mi rincón solitario del monte, se arropa el arroyo de adelfas. Amo a esta selva chiquita y la quiero, Acaricio las tardes al sol y una nostalgia de vaho de tomillo es el nácar del olvido. Es necesario ponerse anticipadamente de acuerdo con la sociedad de cazadores del coto vecino para que no coincidan las mismas fechas de los ganchos que se vayan a celebrar. Marcar los puestos con antelación y repasarlos días antes de la batida, comprobando que están visibles todas las tablillas, y situarlas en lugares dominantes del monte para que se distingan bien. El guarda y el postor de la finca las irán colocando anticipadamente, y el día de la cacería será el postor el responsable de colocar a los asistentes en sus correspondientes posturas que indiquen las tablillas. El lugar donde acuden cuantos participen en la cacería es la Junta y allí tendrá lugar el sorteo de las posturas. Para realizar este proceso tienen que estar presentes en la mesa el capitán de montería y dos ayudantes y, una vez celebrado el mismo, se le entregará al postor la lista del sorteo que luego repartirá entre sus ayudantes, para dirigirse después hacia las posturas de la mancha acompañados por los monteros de cada armada. Termino estas líneas con el recuerdo a un buen macho que el viento del amanecer levantó de un olvidado monte. Es el alba. Un venado carea vallejos de monte fuerte hacia el encame elegido. Entra el día, de cerro a cerro, en jirones medio despiertos. La hora es temprana, detrás de cada trocha o cada jara, donde hay agua y barranquetes. Allá va deteniéndose, de vez en cuando, con aíre receloso. Atraviesa de un salto una fuentecilla que nace por sí. Con su escudero varetón, rodea jadeante los últimos riscos bajo los enebros del romero espléndido. A veces, busca los senderos peregrinos, elevando su poderosa cuerna cuyos candiles brillan a más de cien leguas. El que no madrugó durante el fatigoso rececho, no habrá sentido la satisfacción, de mirar en vez de apuntar.
Y os doy las gracias por la atención prestada a mis escritos. Recibid el abrazo ancho de este viejo montero —con olor a macarenos— donde el romero, la jara y los campos silvestres, coronan sus sienes de plata.
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