Fue cosa mía que le llamasen Pernales


Pero él seguía mirándome fijamente.
Me encontraba en presencia de un perro sin raza, casi tan alto como un podenco, que llegaría a primeras horas de la mañana —no sé de donde— echado sobre unas matas junto a la cuneta de la carretera que sube a Las Viñas de Andújar. Me quedé mirándole sin hacerle caso, hasta llegar a las proximidades del Hotel del Val, donde descansé en un banco porque aquella mañana di un largo paseo por el monte, cosa que realizo con frecuencia, y andaba algo cansado. Yo no sé de dónde habría salido, pero de pronto se vino hacia mí, ¿y qué hizo?, pues se pegó a mis botas y me las lamió varias veces hasta que lo separé con fuerza, y me acuerdo que cayó panza arriba y no le pareció bien que lo echase de esa manera y cuando se levantó, de repente acudió otro perro mayor, y sin ladrar ni nada, con las orejas tiesas, el pelo erizado, y una mirada desgarradora, lo alejó de nosotros con un conocimiento como no había visto nada parecido y, acercándose a mí, me permitió que le acariciase. ¿Qué iba a hacer? No tuve más remedio que sonreírle y cual fue mi sorpresa, que me seguía cuando empecé a caminar moviendo insistentemente el rabo. Y eso me pasó con este perro al poco tiempo de conocernos y estoy seguro de que me vio antes de que yo lo viera. Debió de ser al empezar las monterías y sin saber qué hacer con él, puesto que no me dejaba ni un minuto solo. Pues nada. Así ocurrió y con fortuna para mí, pues si no hubiese sido por este valiente ahora no habría podido terminar estas líneas, porque un jabalí herido es peligroso si te lo tropiezas en el monte. Resulta que, al colarnos en la mancha para tomar un atajo que iba a volcar a la vereda hacia donde me dirigía, apareció un cochino en medio del sendero que llegaba con una pata colgando de algún tiro que le habían dado, y cual fue mi sorpresa al ver al perro lanzarse como una fiera contra aquel bicharraco mordiéndole donde podía, mientras, como me fue posible, me subí entre las ramas del tronco de una chaparra cercana, pensando: «que me caigo, que no me caigo» y con un aire zumbando fuerte, que yo decía: Una bocanada de estas me lleva, y yo dando tumbos y pensé que a lo mejor me voltearía encima de ellos. Y en un instante en que les vi, perdieron el equilibrio y rodaron los dos barranco abajo, hasta que el cochino fue a parar a lo hondo chillando a más no poder y huyendo a tres patas sin saber por donde tirar para orientarse. Y yo, subido allí, ya no pintaba nada, así que de un salto caí en tierra y empecé a echarle voces —sin saber su nombre— contando con que no hubiera muerto en la pelea que sostuvieron. Pasó un ratillo y ya le vi subiendo el laderón y casi no podía sostenerse en pie, y me quedé como alelado al ver su cuerpo ensangrentado. El pobre animal, al verme, se tumbó con mil apuros mirándome y procurando no moverse. Me parecía mentira que a lo mejor pensase que no le había querido ayudar. Seguro de que si hubiese llevado la escopeta le hubiera metido dos tiros en el codillo a ese asesino, y yo tenía en esos momentos todas las penas del mundo en mi corazón. Era ya mediodía, cuando llamé al perrero Joaquín Monteagudo para que viniese a recoger al perro herido y lo curase en su perrera. No había pasado una hora cuando vi llegar a su ayudante Chema Defez para subirlo en el remolque y llevárselo. —¡La Virgen Santa! —dijo expresando en voz alta su asombro—, vamos rápido a llevárselo a Joaquín para que lo salve, porque tiene encima una buena paliza y varias cuchilladas. —Es que se enganchó con un guarro que venía herido, y estuvo luchando con el bicho hasta que no pudo más. —¿Y cómo se llama? —Me gustaría le llamasen Pernales.
Recordaré siempre que el mejor perro que tenía se lo mataron en un gancho de jabalíes y, cuando latía, daba gloria oír su campana hasta dar con sus rastros. Le puso de nombre Pernales y, aunque era feo de andares, su gran caminar veloz alegraba con el cascabel el repicar de la pedriza. Agonizó en los brazos de Joaquín junto a una tupida coscoja. Más tarde, con la cabeza gacha, reunió a los perros y, al cruzar por delante de mi postura, con los ojos llenos de lágrimas susurró estas palabras: —San Huberto lo tendrá ahora en el cielo de los perros buenos. Yo le devolví una sonrisa, sin mirarle siquiera. Al poco tiempo, ya curado, mi amigo Pernales acollarado a un podenco salía por primera vez de montería. Me quedé mirándole y sentí un estremecimiento al tenerle tan cerca. —Joaquín —le comenté sorprendido—, tiene los mismos andares del otro perro que tanto querías. Más tarde subió de un salto a la furgoneta y me miró desde la reja del remolque echado entre dos mastines. Espero que en la lucha salvaje del agarre con un vendaval de navajas, no lo raje cualquier jabalí arocho en el hondo de un oscuro chaparral. —Lo lamentaría de veras.
En la suelta lo distinguí jalando delante de la rehala persiguiendo a una piara de cochinos, y jalaba monte arriba entre las aulagas que le clavaban sus pinchos como alfileres, y latía desesperado alegrando el portillo. —Hay que ver lo bien que late el perrillo. Si no lo veo no lo creo, con lo malo que me lo trajeron —decía el perrero. —Ese ya no se para hasta que no eche a los guarros de España —comentó de broma un postor. Y hasta ese día, nadie le había hecho caso entre tantos perros como tenía en la perrera. Cuando regresó con la rehala, Joaquín le acarició y se alegró de que se llamase Pernales. Antonio López Espada, Director de la revista El Mundo del Perro, en su excelente articulo en nuestro Club de Caza, escribe: «Si por cualquier desgracia, un perro se extravía, y está unos días vagando por las calles, nadie podrá alimentarlo porque eso supondría una multa desorbitada». Reforma a la Ley de Protección de animales domésticos de 1990.
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