La venganza de Candiles


El gran Búho les dirigió una prolongada mirada después de elevar su canto desde lo más alto de un pino —que pocas criaturas conocían— pregonando la importante misión que había sido capaz de realizar aquella noche, deseoso de ayudar a quien siempre cuidó de su maestro.
Filigrana, permanecía de pie observando fijamente el tronco donde se encontraba, sin olvidar que siempre le recordaría por lo que hizo por él. Tardó unos segundos en esperar a que le respondiésemos con un saludo de despedida. Con la cuerna hacia los árboles, le dijo a Candiles: —Maestro en su honor, seremos nosotros quienes haremos temblar estos portillos. ¡Lo que va a sonar, sonará…! —Bravo muchacho, sécate el sudor, respira hondo, y allá vamos los dos… Y lanzaron varios berridos, que dejaron al Búho sobresaltado y al árbol tambaleándose. Aquello fue algo más que una despedida. Después levantó repentinamente sus grandes alas como gesto de amistad, y se lanzó al aíre majestuosamente por encima de sus cuernas, desapareciendo entre la bruma de la sierra, en un abrir y cerrar de ojos. —¡Ah, ya se ha marchado! —¿Y bien? —dijo Candiles— ¿no tendrás miedo? ¿Verdad? —No, he descansado mejor y ahora la herida empieza a escocerme algo menos. —Eso es señal de que va cicatrizándose. Poco a poco recuperarás las fuerzas para mayor seguridad y como es natural todo irá bien. —Lamento señor, que por culpa de ese mal nacido, al que ni siquiera se le puede llamar enemigo, hayamos sufrido tanto. —Sí, es cierto, pero intentaré atacarle por donde él no espera, ya que me lanzaré contra su cuerna, más bien lo arrastraré, sin posibilidad de que me venza. —Señor, no sé cuál será el final, pero estoy seguro de que El Negro de Povedilla quedará tendido a sus pies o se dará a la fuga —se atrevió a comentar. Filigrana, se incorporó al paso de Candiles, y aunque el avance de sus patas le permitían seguirle por las trochas, era difícil echar unos quince pasos sin detenerse. El maestro, en actitud comprensiva se volvía a mirarle de vez en cuando, y al ver su esfuerzo, se detuvieron a la sombra de unas hermosas carrascas que crecían por las bajeras de la solana, recostándose sobre las matas del oloroso espliego. Hoy Candiles, asumiría un nuevo compromiso, dadas las circunstancias: Escudero de Filigrana. Y éste honor era demasiado para él, puesto que nadie podía superar la vigilancia de su leal escudero por barrancos y repechos, acostumbrado a actuar con rapidez y siendo un guía obediente a sus repentinos impulsos, desviando las violentas carreras de las rehalas y evitando que diesen con el encame de su maestro. Unas horas más tarde volvió a ser el mismo, y muy despacio se tomó la libertad de acariciarle. El aire fresco que llegaba a intervalos de los altos de la sierra refrescaba la herida y minutos después volvió a levantarse, iniciando su caminar con más vehemencia como si esperara la oportunidad de localizar al Negro de Povedilla. Era el venado que le atacó a Filigrana y al que Candiles se la tenía jurada, y quería que pagase el haberlo apuñalado con una de sus luchaderas, dejándole abandonado sobre un charco de sangre. De repente observaron a un jabalí que tomaba una charca de placido cobijo y al verles levantó su gacha cabeza y sorprendido se dirigió al venado para hablarle: —Candiles, por la umbría de Valtravieso te espera El Negro, y no con muy buenas intenciones. Me preguntó si te había visto por allí y si te acompañaba un escudero. Antes de que pudiera contestarle, había sentido moverse su sangre y una sombra cada vez más cercana agitaba su coraje. —Te lo agradezco —le contestó con voz distante— con Dios y hasta más ver… Después, tiró por el espeso rastrojo sin dejar de mirarlos y se fue alejando con sus más de noventa kilos encima. Soltó un resoplido y masculló algo por lo bajo. —Bueno, muchacho, a ver qué irá diciendo… Filigrana, notó mi preocupación, pero no lo manifestó en mi presencia, pues quería conocerlo todo y eso sería lo más duro para él. —Maestro, no debíamos fiarnos de ese —dijo— a lo mejor lo ha enviado para engañarnos. —Sigue te lo ruego… —No, por favor. No quisiera preocuparle más. Galopa el viento de berrea hacia nuevas lluvias, calentando la pasión del monte y grandes cuernas de puntas perleadas se afilan en un comienzo de pelea. La sierra brava aguanta mecha enloquecida y las luchas de los venados rasgan el sendero de topetazos. Por una empinada rehoya venía bramando Candiles, una y otra vez, seguido de cerca por Filigrana. Más allá ciervas encendidas los reclamaban en las soleadas alamedas. Desde la media cimbra de la silleta, llegó hasta ellos el ronco bramido de otro macho que dejaba sin resuello los manchoncillos de las lindes. Bajaba cubierto de rabia entre los jarales batidos por la brisa, sacudiendo la recia cornamenta que desgarraba con furia los jarales. De repente, frenó su alocada carrera para escuchar la brama violenta de Candiles. Se hizo un silencio de pánico e ira mezclados, más bien de odio, como avisándole que no tenía derecho a pisar su sombra, a no ser que quisiera salir corriendo a tres patas. —Señor, ese es El Negro —dijo Filigrana, sin vacilar. —Lo veo, muchacho. Cuando estaba llegando a él le dijo con naturalidad: —No te he olvidado, es hora de que te prepares a recibir la mayor paliza que te hayan dado en la sierra —gritó Candiles, enardecido de furia— y enganchando su cuerna con la del otro venado, le arrastró largo rato hasta estrellarlo contra los sueltos pizarrales de las peñas desnudas. El Negro parecía petrificado, sangrando por la boca que le impedía berrear. Bruscamente volvió Candiles, a chocar de nuevo con su poderosa cornamenta y haciendo un enorme esfuerzo lo arrojó precipitadamente contra los matorrales de jaras, cuando ya la tarde se marchaba sin retorno. —Por favor señor, déjelo ya —se apresuró a decir Filigrana. Temía que volviera a explotar de un momento a otro. No era agradable ver al maestro fuera de sus casillas y mucho menos cuando estaba en pleno celo. —Juré, que éste mal nacido se acordaría toda su vida del daño que te hizo. ¡Puedes decir que mi venganza se ha cumplido! y que con esta derrota el muy traidor ya va apañado, y como en el monte todo se sabe, ya se va pregonando por todos los repechos de mucha querencia, el final de su chulería. Candiles, estaba mucho más que cansado; estaba rendido de cansancio. Una locura que le dejó sin pulsos y royéndole por dentro. Filigrana, marchó a esconderse —con todo el sigilo que le fue posible— dentro de un soto de fresca sombra, donde le siguió Candiles, con una fría y persistente lluvia. Aquel lugar tranquilo, esparcía el olor de las juncias entre las matas de lirios silvestres.
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