La montería


Aquel día para ellos no era un agradable careo. Los dos venados, sin demasiada prisa, se acercaron hasta el puertecillo de Valtravieso, cuando cazaban una mancha de la finca y desde allí arriba podían ver el trasiego de perros y postores y cuanto sucedía cerca de la junta de los monteros.

Un aire limpio sacudía las cuernas de los venados y el viento levantaba hojas y bellotas, frente a las frondas de chaparras. Cuando se tranquilizó el monte, Filigrana quedó inmóvil durante unos segundos y de su garganta estalló una carcajada, con una risa que raras veces se da sin disimulo, como si no le importase que le oyeran los perros. Candiles se le quedó mirando, levantando insistentemente la cuerna, hacia un lado y otro, tomando los vientos y no tuvo más remedio que reprenderle en voz baja: —A ver si te callas, mamarracho, con el susto que lleva encima ese hombre del borriquillo y además entre los agujeros de las jaras no se sabe lo que puede asomar todavía, ¿o tú crees que no me he dado cuenta del jaleo que hay liado ahí abajo…? —Es que… Me he quedado de una pieza viendo correr a ese colega nuestro entre tanta gente, pese haberse acabado ya la batida. —Y uno de ellos ha empezado a dispararle siguiendo su carrera enloquecida y no sabe más que darle a las patas con un polvorío de espanto, mientras caído en tierra junto al borrico, permanece aquel hombre, salpicado de gotas de sangre, de un tiro que ha alcanzado al pollino en una pata y, por lo que vemos, al poner la mano éste sobre la montura y vérsela manchada, habrá creído que está herido y se ha desmayado a su lado. —Por lo menos, eso es lo que parece verse desde aquí y dispénseme por no mantener la boca cerrada y reírme. En caso de que tenga que estar alerta y como respire el aire, quiero que sepa que subiré a los más escarpados riscos y haré todo lo posible por advertirle antes de que den con sus rastros. Candiles, resignado, se encogió de hombros y se apresuró a decirle: —Tal vez algún día nos hagan una visita los de Andújar y entonces ya encontrarás la ocasión para despistarlos. Forma parte de tu cometido como escudero mio y eso quiere decir que menos risitas y más atención a lo que veas que dobla una matilla.
Los dos venados podían ver el trasiego de perros y postores y cuanto sucedía cerca de la junta de los monteros
Un arriero de la carne, de los que cargan en sus bestias las reses conseguidas en la montería, le cedió al buen hombre uno de sus burros y le ayudó a sentarse sobre su grupa de lona sin estribos, para que llegase a la junta antes que anocheciese —¿quién hubiera podido imaginar que tuviera semejante percance?—, ¡pero desmontó de qué forma…!, y al recuperarse encontró una roca cercana y allí se sentó con las piernas colgando, observando atentamente dónde podía localizar al escopetero que les disparó, mientras el animal brincaba dando vueltas a tres patas y rebuznando a más no poder. Pero eran otros tiempos y los que no conseguían una caballería para llegar hasta las posturas caminaban a pie todo el tiempo muy separados, los uno de los otros, sin disimular su cansancio en las cuestas y desesperados por alcanzar los horcajillos donde campeaban las tablillas con el número que les pintó el postor, colgadas en cualquier rama de su armada y parecían alegrarse sinceramente al clavar el catrecillo cerca de ellas, ignorando los años que llevarían atadas allí. Hay mayor locura para superar tan agobiante esfuerzo, ¡que tú y yo, podamos contarlo! y que ahora los todopoderosos todoterrenos recorran esos mismos caminos en las monterías, sin conocer que en otros tiempos para alcanzar la cuerda del Carrizuelo en El Hoyo de Mestanza, se tardaban hasta cuatro horas en llegar a las posturas y otras tantas al regreso, subidos en bestias no acostumbradas a llevar extraños en sus lomos y más de una se despeñó por la mancha de La Tembladera. No es un sueño. Muchos creen que por aquí nadie vino antes a través de los inmensos silencios de la serranía, ¡porque éste no es su sueño! Todo era una preciada conquista que todavía recuerdan las sendas del viejo montarral de los baldíos, cuando la emoción anidaba en cualquier parte, sin alambreras de acerados espinos que, sin misericordia ni escape, cortan ahora la carrera veloz de todas las criaturas. —Me siento muy honrado —dijo Candiles— con estos recuerdos y daría cualquier cosa por haberlos vivido. Hay afortunados que pueden contarlo y un antepasado mío le refirió a mi abuelo, que por esta buena senda vivió un montero de aquellos tiempos, llamado Gerardo Basterrechea, que tenía su bonita casa a las afueras de Andújar, en el poblado de Las Viñas, y que la llamó la Viña del Reloj, por figurar en su fachada, tallado en robusta piedra, un reloj de sol que daba consuelo a los minuteros de los relojes de postores y rehaleros, al cruzar por delante, camino de Los Alarcones. —Un día podíamos asomarnos desde algún cerro cercano, desde donde pudiésemos verlo bien, ¿qué le parece? —preguntó Filigrana, tratando de despertar el interés de Candiles. —En cualquier ocasión que se pueda. Por cierto, que es muy lamentable el estado de abandono en que hoy se encuentra esta casa de tanta historia serrana y no pocos recuerdos monteros, donde sólo algunos muros y parte del tejado se mantienen todavía en pie, mientras el viejo reloj de sol continúa señalando la hora, como si los años no hubieran sido capaces de acabar con él. Fue capaz de no quitarle el ojo de encima a aquellos hombres, astutos y flacos, que recorrían la sierra en sus idas y venidas y mantuvo en secreto sus pasos furtivos.
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