La calentura de Filigrana


Cierra los ojos amigo, y cuando vuelvas a abrirlos, trata de mantener firme la mirada entre las veredas peregrinas por donde carean Candiles y Filigrana, donde los jarales los esconden hasta las más ocultas rehoyas del tronchado cortadero. Pronto recordarás las palabras de sus conversaciones.
—Oye muchacho. Hay que ver lo que nos ha costado repechar esos crestones grandes que dominan las cuevas donde estuvieron los moros antiguamente, y aún continúas descentrado y toda la mañana caminas de acá para allá. El escudero, al oír aquello, no dijo nada. —A ti te pasa algo y te veo muy raro. —Pues maestro se lo voy a decir, ya que usted se ha dado cuenta de que algo me preocupa y necesito su consejo. El venado lo miró perplejo. —Es que el otro día cuando me mandó a que echase un vistazo a las trochas de la umbría del Rapao, me encontré con dos ciervecillas muy bellas… —Bueno, y ¿eso es tan sólo? —Menudas culatas tenían tan bien formadas y no sabe usted cuánto se alegró mi corazón al verlas. Todas las ciervas saben caminar, pero muy pocas son dignas de ser admiradas como a ellas confiadas en su querencia, cuando caminan entre los encinares. No puedo repetir otra cosa que no sea volver a verlas de nuevo, y este deseo y este sueño, es su magia que me atormenta. —Pues ya sabes lo que tienes que hacer. ¡Valor, y a por ellas! ¡Valor, y deja bien alto el portillo! —dijo Candiles. Filigrana salió corriendo como alma que se lleva el diablo, brincando sin cesar hacia la lejanía del encuentro de las jovencitas, enredando sus ojos de tanto acechar, a ver si las veía. Corre el fresco, apretándose en las pedrizas de bajas neblinas, y tiene castañas carear los carriles frente a un mar de encinas, abrigados por las peñas cubiertas de juncias. Era una mañana recién nacida, ahogada por ligeras brumas en los collados, cuando distinguió a lo lejos a una de las ciervas que paseaba senda adelante con toda su belleza, y permaneciendo con el cuello muy estirado para verme mejor cuando asomase por un clarillo, y me seguía sonriente como si acabara de tener una visión. Parecía que no quería confiarse y no tenía nada de extraño que se mostrarse inquieta, de ahí su mirada con las orejas empinadas, en la creencia de que había vuelto. Por fin se presentó la ocasión, y como le fue posible. ¡No podía resistirlo más! Se acercó hasta ella. Sonreía tímidamente y cada paso que daba entre las jaraspetas de plata en aquel silencio pavoroso, acariciaba a un amor que nació de repente. —¡Hola! ¿Cómo te llamas? —Filigrana —respondió lanzando un suspiro—, ¿y tú? —Pues yo, Salvia. Y así se unió la pasión de dos criaturas en su careo incansable por el monte, mientras el viento a retazos propagaba por el recodo del sendero la brama del ciervo hasta las cuerdas más altas. —Oye, Salvia, si tu quieres podías venir conmigo y te presentaría a mi señor, Candiles. —He oído hablar de él en la sierra y se dice que es un arrogante ciervo, de casta valiente en las luchas con otros machos. Sin pronunciar palabra alguna, al poco tiempo ya estaban los dos en presencia del ciervo, que por cierto le impresionó a ella su gran corpulencia como no había visto otro igual por el monte bravo de los jaranzales, en su constante ir y venir, regateando rehalas e imprimiendo a cada salto mayor agilidad, balanceando su enorme cuerna. Candiles, sorprendido por el encuentro, pudo ver sus mejillas enrojecidas, las finas curvas de sus patas y el hermoso pecho bañado por la luz transparente del mediodía. Ella estaba visiblemente nerviosa y con la cabeza gacha. Mientras tanto Filigrana, permanecía en silencio y paseaba a su alrededor con disimulo, temiendo que pudiera darse cuenta de su curiosa mirada. —Ven aquí bonita y dime cómo es tu gracia —dijo Candiles. —Me llamo Salvia —y bajó la mirada. —Escucha, deberías hablar con Filigrana, mientras yo doy una vuelta por estos burciales —y acercó al escudero hasta ella, bajando despacio hacia el cañaveral del arroyo.
Cuando ya se alejaban, de repente se toparon, frente a frente, con el Negro de Povedilla. Filigrana se quedó tan inmóvil como una momia. Tardó unos segundos en comprender que estaba en presencia del viejo venado, resabiado y asesino, que recibió de Candiles, en la anterior berrea, una gran paliza, huyendo despavorido monte adentro y amenazándole que ya se verían en otra ocasión. —Me han contado —dijo el muy canalla obligándole a mirarle— que ese venado va acompañado ahora por otro escudero tan cobarde y fanfarrón como él. No serás tú, ¿verdad? Filigrana le hizo una señal a la cierva y esta salió a todo correr presintiendo lo que podía liarse allí. —Pues para que lo sepas, soy yo. Y no te permito que hables mal e insultes a mi señor en su ausencia. Aquí me tienes para lo que quieras. El Negro, al escucharle se lanzó como un desesperado contra su cuerna y, al separarse, le clavó una de las luchaderas en el codillo dejándole abandonado y mal herido, esbozando una sonrisa siniestra esperando que muriese desangrado. Mientras tanto, Candiles andaba preocupado por la tardanza de su escudero pese a la cautiva sencillez de aquella cierva, ya que jamás Filigrana se alejó tanto tiempo de su compañía. Pensaba lo bien que lo estaría pasando con su amiga y le extrañaba que no acudiese a ver como andaba su maestro. Cuando se fue, se sintió más perdido que nunca y, ahora, esta ausencia por aquellos montes no presagiaba nada bueno y así parecía. Empezó a hipar muy despacio, preparándose para lo peor. En ese momento rompió el silencio un gran Búho, y sus alas se posaron suavemente sobre la entramada fronda de un aliso cercano y se dirigió al venado: —Candiles, tu compañero está muy mal y es preciso que me sigas y veamos que podemos hacer por él. Y cuánto más largo era el vuelo del Búho, mayores eran los saltos del venado, y en un instante encontraron el encame de Filigrana retorciéndose bajo los riscos. Apenas podía abrir los ojos echado en un charco de sangre que salía de su codillo. —¿Qué te ha ocurrido? —Me atacó, señor, el Negro de Povedilla, tan pronto le dije que era su escudero y le repetí que no le insultase más a usted, no encontrándose allí presente. Me parecía imposible vencerle, pero sin embargo cuando mis ojos estaban casi al mismo nivel de los suyos, no pude evitar su traidora puñalada y me arrojó sin contemplaciones a éste horrible emparrado de zarzas, y no cedió a la tentación de revolverse otra vez contra mí. Las lágrimas asomaron a sus ojos. —Pero ¿acaso se le ha olvidado a ese, que se la tengo jurada desde aquél día que le abatí delante de toda la sierra? —No, desde luego señor. Candiles, como pudo le arrastró hasta el charco azul, muy hozado por la jeta de los jabalíes, donde le frotó la herida con barro para taponársela y evitar que sangrase más, limpiándosela después con hojas de romero florecido, y dejó que se recostase sobre su cuerpo, inundado de sudor, después de la carrera que se dio hasta dar con su fiel escudero. —Perdone —dijo Filigrana—, lo que más me gustó fue verle huir al cobarde, corriendo delante de los perros más inofensivos del cortijo. Observó Candiles, al acercarse, que la herida olía mal y le preocupó la posible infección que tuviese, y una sensación de frío recorrió todo su ser sin poder hacer nada por él. Lo abrazó, frotando la herida, y notó distinto su alrededor, donde pulsó la vena que ya no sangraba tanto. Le miró diciéndole al oído: señor, se lo suplico, si me saca de aquí, ya nunca me alejaré de su lado. De repente el Búho real, elevó sus alas por encima de ellos y desapareció veloz entre las encinas lejanas de los Escoriales. ¿Qué sería capaz de hacer aquella ave por salvar la vida de Filigrana, o es que marcharía al encuentro de alguien que más tarde volvería con él para asistirlo? Candiles no sabía qué hacer. Ahora comprendía cuánto le apreciaba y, justamente en ese momento, llegó el gran Búho acompañado de un anciano corzo que el venado reconoció enseguida, y que fue el que le operó del tiro que rasgó su brazuelo en la montería del Castañar. —Filigrana, éste señor corzo sana a las criaturas de Sierra Morena. Te lo voy a presentar, y ha traído consigo unas hojas de majuelo del valle del Bullaque para curarte. —¿Co… cómo? —dijo el escudero tartamudeando. —Verá amigo —dijo el corzo—, pienso que podré arreglarle ésta herida antes de que se le infecte más. —¿Y qué le hace suponer eso? —murmuró muy serio. —El hecho de que otros colegas sigan saltando por los montes después de rodar por tierra de un disparo o de ser agarrado por los perros. —Filigrana, éste corzo es muy inteligente y deseo que confié plenamente en él. Quiero que sepas, que en varias ocasiones curó al jabalí Solitario. Diez minutos más tarde dormía el escudero profundamente, mientras le extraía parte de la luchadera que se le partió de la fuerza con que se la clavó, y que pudo sacársela con la punta de uno de sus cuernecillos y por ello dejó de sangrar. Era casi de noche cerrada cuando termino de curarle, y con pasos temblorosos se fue alejando después de hacerle una ligera reverencia, dejando dormido a Filigrana sobre el romero y las rojas peonías camperas. Candiles acarició la frente del escudero y se acercó a su lado sin pronunciar palabra alguna. A lo lejos, el bosque con todos sus misterios era el guardián de Filigrana.
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