¿Por qué han vuelto?


Me acordaré toda mi vida de aquél lobo que cazó Pepe Sotillo, allá por los años sesenta en la montería de Cabeza Parda, a pocos metros de mi postura. Lo vi entre los perros, cuidándose de que no se le notase su jopo, intentando pasar desapercibido, pese al tufo que ya empezaban a percibir alguno de ellos y cuando lo descubrí y preparaba el rifle, ya estaba patas arriba de un certero disparo de mi compañero de armada.
Y no fue el último lobo de Sierra Morena de Andújar, pero sí el Récord de España. Conservo la fotografía dedicada, y seguramente como ese lobo nadie habrá conseguido otro igual. Al poco tiempo prohibieron su caza, aunque parece ser que están intentando introducirlos de nuevo por estos montes donde carearon siempre y según me dicen, los primeros ya se han visto delante de los corrales de los pastores y se oyen aullar en las sofocantes noches sin luna. Una horrenda bienvenida y otra vez la pregunta: ¿Por qué han vuelto…? En otra ocasión nos sorprendió el lobo solitario careando por Rosalejos, y me contaría el venado Candiles, que estaba deseando enfrentarse con él, tratando de vengar el ataque que hirió mortalmente a una jabata y dejó sus restos brillando bajo el sol del mediodía. Los postores, sorprendidos, jamás habían visto nada igual. Poco después se marchó de allí verdaderamente estremecido, seguido de Filigrana, alejándose bajo los oscuros corredores de las torcidas sendas azotadas por la lluvia. Y al cruzar un barranquete pasó de nuevo cerca de ellos sin detenerse, bajo la atenta mirada de Candiles. No quiso verlos y se limitó a gruñirles amenazante. Permanecieron inmóviles detrás de un horcajo, mientras observaban la nubecilla de polvo que levantaba al iniciar la carrera cuando los venteó. El venado no quería perderlo de vista y así aguantó, contemplándole hasta que se tranquilizó. Sin pronunciar palabra alguna, al cabo de unos segundos, Candiles, preparó el ataque cuando vio unos ojos brillantes entre los verdugales de la raña del impenetrable bastión roquero. De repente Filigrana, se apresuró a decirle: —Maestro. ¡Allí le veo! —Sí. ¡Es el lobo asesino que voy siguiendo! ¡Iré a por él! —Capaz es usted de hacerlo —dijo el escudero. Su perverso enemigo no conocía a ningún venado que le mantuviese la mirada y algo le decía que fuese con cuidado y no se confiase en ganarle la pelea que se produciría en cualquier momento. Filigrana, lo veía todo sin tener que intervenir y tampoco podía tomar parte en ayudar a Candiles, aunque sus ojos parpadeaban confusos e inquietantes a través de la umbría agria de parideras de lobos. —Es una bestia. No voy a luchar contra otro ciervo, ni contra un jabalí navajero —dijo con firmeza—, lo cual significa que no estoy obligado a tenerle compasión después de lo que ha hecho.
A toda velocidad y haciendo un esfuerzo tremendo lo levantó en el aíre con las puntas de su enorme cornamenta, estrellándolo contra las rocas de su lobera. Candiles estaba tembloroso y sabía que sería su última oportunidad cuando repitiese de nuevo el ataque. Furioso, siguió dándole cornadas en el cuello y en el vientre, separándose a cierta distancia para verle rodar ensangrentado por el barranco con los ojos encendidos. Él, amigo de los animales, lo podía todo en esos momentos con sus brincos y sacudidas, como si vengara la muerte de aquella débil jabatilla. Y por la noche serreña corría el rumor de que Candiles, había atacado a un lobo. La lluvia que caía con escalofriante intensidad se vanagloriaba de inundar los verdes portillos, produciendo un fantasmagórico tamborileo sobre los restos del cuerpo inerte de la jabata al ritmo extraño del vendaval inacabable. ¡Había muerto como viviera, sin molestar a nadie!
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