Los venados viejos se las saben todas


No íbamos tranquilos, porque no sabíamos bien cómo andaban las cosas por aquellos portillos, y en los últimos apretados habían visto una torada de cinco venados que careaban confiados, señal de que nadie les había molestado y por eso Filigrana y yo tomamos confiados su careo, hasta verlos subir un cerro arrimándose a las piedras y volviéndose de vez en cuando para tenernos marcados y como llevaban el viento a su favor, pronto nos tomaron las vueltas, colándose en el monte.
A las pocas horas llegó un vehículo todoterreno que transportaba a doce perros en un remolque, asomando sus cabezas a través de la puerta de tela metálica. —Ahora vamos a coger ese carril que rodea el cerrete de ahí enfrente —dijo el guarda a los cazadores que llegaron— y cuando volquemos aquella rehoya, se bajan enseguida y van colocándose en silencio, porque he visto entrar a un venado con su escudero donde hay metido otros machos grandes, pero ninguno le iguala a éste, y yo más tarde soltaré la rehalilla para meterle bulla al monte. —Si es así, venimos a darle un buen susto —dijo uno en tono demasiado alto. Al oírle el guarda se le quedó mirando: —¡Oiga usted! ¡Haga el favor de bajar la voz! ¡Este gancho lo vamos echar en menos de dos horas y estoy seguro que enseguida lo veremos romper por esa morreta apretada! —Perdone usted. ¿Es cierto que es todo un tío? —Nunca vi otro igual. Da regalo verlo y casi todas las amanecidas, cuando levanta la cuerna y se engalla arrogante encima de las piedras antes de empezar a patear, parece como si quisiera darme norte y salida para que yo no le siga. El hombre al oírle suspiró emocionado. —¿A qué viene ese suspiro? —le dijo uno de aquellos. —¡Si me lo veo delante, ése no se va a criar! —refiriéndose a Candiles. —No se haga ilusiones. Los venados viejos aguantan mucho y se las saben todas. Daba gloria estar junto a las encinas del tardío salpicadas de hierba fresca. La humedad era bastante alta y el viento empujaba los matones de torvisco por los visos. Supieron que iba a hacer un día de calor. Una cochina, parada en medio de la linde, vigilaba a un jabalí a la hora en que las preciosas solanas y sus jarillas perfuman las trochas de las barranqueras. Aquella gente, cuando sacaron los bártulos, iniciaron la subida al monte hasta situarse en las posturas marcadas días antes. Un podenco de pelo fino fue el primero en saltar del remolque y empezó a correr entre las matas. Tenía castañas, cómo iban saliendo los demás, correteando de un lado para otro y recogiéndolos de inmediato con el fin de que no ladrasen demasiado. Candiles divisaba la trocha que seguían sin atreverse a abandonar el encame en compañía de Filigrana, y de los venados que acudieron a su encuentro, oteando la dirección que tomaban y deslizó la mirada hacia lo alto del cerrete, jalando después muy lentos para divisar mejor el viaje de los perros que ya comenzaban a oírse entre el rumor de las jaras, y el fuerte aleteo de pájaros asustados. De repente, Candiles pensó que con un poco de suerte los evitaría y hasta cabía la posibilidad de, en el caso de ser achuchado, realizar un extraño y obligar a saltar a los otros machos e intentar no cometer ningún error en tan delicada situación. Estaban rodeados de escopetas y ladridos enfurecidos, que no permitían dudar ni un instante y sólo quedaba el instinto y un último intento muy apurado por salir de allí, y todo se le juntó y tuvo miedo. Y de repente exclamó para sí mismo: —¡Pues, a mí no me vais a coger…! —Señor Candiles, ¿cómo ve usted la situación? —, preguntó uno de los venados. —¡Jodida! —intentó sonreír—, no hace falta que os diga la que se nos viene encima. —Bueno ¿Y qué debemos hacer? —Ah, sí, por supuesto —dijo con disimulo—, ni más ni menos que salir echando leche antes de que den con nosotros. No se me ocurre otra cosa mejor. —Me imagino, señor, que nos pondremos de acuerdo para sortear a los perros —preguntó otro, escondido detrás de una fronda de lentiscas. —¡Desde luego que sí! —exclamó Candiles, temiendo que conociesen sus intenciones—, voy a echar un vistazo. Y en lugar de eso, seguido de Filigrana, se ocultaron en un repecho muy espeso, indicándole que se rebajase despacio hasta trasponer los últimos riscos y esperase allí. Y justo en ese mismo instante, cuando dos podencos latieron muy cortos, le vino una calentura tan malísima, que apoyó su enorme cornamenta entre un matón de carrascas haciendo un ruido muy fuerte, lo que motivó que rompiesen los venados a toda carrera. A uno de ellos lo revolcaron nada más asomar a lo limpio y los otros fueron cayendo, uno tras otro, cuando estuvieron a tiro de aquellos hombres. Empezó a llover a cántaros y el cielo se puso oscuro del todo. Candiles, después de ciertas dudas, apareció en la cumbre del cerro cimbreando los candiles y desafiándoles con un gran berrido para sorprenderlos. El guarda señalando para arriba, gritó a todo pulmón: —Ahí va el venado, Candiles. Menudo tío, señores. —Oiga, he podido hacerle una foto, antes de taparse entre aquellos chaparrales. —Pues haga usted el favor de mandarme una copia al cortijo de Cardeña, para ponerla encima de la chimenea. —Descuide —respondió.
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