Un hombre podía pensar en esos momentos. Un perro, no.


En su huida un cochino jabalí, de mucho porte, después de bañarse en la laguna del portillo viejo de Valtravieso, donde se crían los machos serios del contorno, levanta la jeta chorreante y hace escuchas oteando a su alrededor.

No muy lejos, la carrera desafiante de varios perros de agarre carrileaban postueros de mucha querencia, provocando inesperadas arrancadas contra el salto del verraco. Jamás el latir salvaje recreció con tanta furia por donde corría la marea desafiante del cochino, y en medio de aquel jaleo, el que más sabía era él, dando botes y dentelladas sin parar. ¡Para qué, lo que allí se armó! Cuando se hartó cada uno de morderse y acuchillarse en medio de un polvorío de espanto, terminaron ensangrentados dando aullidos que se oían en toda la sierra, hasta el serrallo lejano donde cruza solitario el buitre. Y en medio del carril, tres perros despanzurrados, con las carnes abiertas, gemían con sacudidas espasmódicas. Sus ojos miraban fijos al regato que seguía en su huída el cochino después de rajarlos durante el agarre, dejando manchas de sangre entre las albinas. ¡¡Todo estaba dicho desde el cimbreteo de las jaras!!Filigrana, yo nunca había visto una lucha tan feroz como esta que acabamos de presenciar desde aquí arriba —dijo Candiles, escondido detrás de unos tomillares espesos. —Sabe Dios que los perros de agarre apuntan buenas maneras, y desde pequeños muerden todo aquello que encuentran en el monte y cuando se ven delante de un jabalí, no saben con quién se la juegan y, si es enorme como este, ¡pezuñas para qué os quiero…! Desde las matas que les ocultaban, observaron cómo uno de los perros caído en tierra se dirigió a su compañero herido y le habló indignado: —Ya te advertí cuando lo agarramos, que no le entrases por la jeta. —Les tengo tanta rabia, que no me puedo contener y me engancho a ellos sin fijarme —gritó angustiado. —En el cuello tienes una cuchillada que te llega al hueso —y lo miró entristecido. Al cabo de un rato por su boca comenzó a manar sangre y luego dejó de respirar. Maldita suerte la suya. Pobres. Pobres criaturas… La podenca, al verlo morir, se levantó, giró las patas con las pocas fuerzas que le quedaban, e intentó andar. Resbaló sobre las jaras, cuando apenas empezaba a moverse, después de dos o tres intentos. Era difícil conservar la calma con aquel dolor que le impedía llegar hasta la umbría, desde donde escuchaban la lucha endemoniada de los perros de la rehala que ya habían agarrado de nuevo al navajero en los horcajillos de los últimos riscos. Más, un poco más. Caminaba temblorosa con la espalda partida, en el infierno de aquella inmovilidad a pesar de que se movía por la inercia de su coraje. Con el corazón saltándole en el pecho, miró triste al rehalero que acababa de rematarlo con una certera cuchillada en el costado. Al verla, levantó las manos ensangrentadas hasta la cabeza, asombrado del estado en que llegaba la pobrecilla. —¡Canela! ¡Ven aquí, preciosa¡ ¡Tranquila que este mal nacido ya no volverá a rajar más perros en Sierra Morena! Durante largo tiempo estuvo acariciándola bajo un chaparro, rodeada de perros y el paqueo de los rifles. La perra le lamía sus dedos agrietados que sostenían la aguja grande con la que iba cosiendo su piel desgarrada. —Ahora descansa ahí, hasta que yo pase después a recogerte en una bestia, tan pronto eche este ojeo —dijo, mientras le frotaba las heridas con unos polvos desinfectantes que sacó del zurrón. Más tarde volvió la vista hacia el jabalí muerto, que aún mordían con rabia los mastines y se lavó las manos en el arroyete claro que mojaba sus botas. Con la mirada plana y vacía, Canela, lo vio alejase deprisa, haciendo sonar la caracola para reunir de nuevo a la recova. Ni se dio cuenta de que se estaba durmiendo. Era la primera vez que salía al monte y aguantó las tarascadas salvajes de un macho navajero, imponiéndose a los demás. Un hombre podía pensar en esos difíciles momentos. Un perro, no. Más allá, ladras encendidas traían dos marranillas cerro abajo que alegraban su descanso. El viento… sólo el viento, refrescaba su cara desvaída.
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