El semental


—Tengo que contarte, Filigrana, lo que una noche le ocurrió a nuestro autor, en compañía de otro amigo suyo durante la espera de los jabalíes en esta finca que hoy careamos, sabiendo muy bien que no tenían derecho a cazar en ella de noche sin permiso de la propiedad, que por cierto cuidaba un guarda, más listo que nadie, y que al menor ruido alarmante en el monte, iba buscando sacar la tajada más grande y de eso vivía.

—Señor, perdone mi curiosidad, ¿pero me podría decir qué fue lo ocurrido aquella noche y también si hubo algún tema con el guarda? —Pues ahora mismo te vas a enterar de lo acaecido en aquel aguardo, que tiene su historia —dijo Candiles. «Me estremezco todavía al recordarlo y esto lo pienso desde aquéllos días atrancado de esperas, y agradecido para tomar hechuras de montero por los montes de Sierra Morena de Andújar, y molido al empezar a cazar hasta donde me llegaban los cuartos y tomarle querencia a los venados que hasta entonces nunca me piqué con ellos. La entrada de un cochino y disimular con los guardas me gustaba, a veces. No podía tener miedo y acompañaba a un hombre que conseguí entenderlo, que todo lo sabía de los montes y a lo que yo recuerdo, contaba su historia que escuchándole me embobaba. ¡Qué iba a hacer! Por todas estas cosas, el cazador furtivo se llamaba: Felipe Lara El Trapi, y por lo que pienso, mi tocayo ahora me lee desde su peña celestial. La caza había que sudarla por aquel entonces y darle a las piernas antes de apretar el gatillo. Para nosotros, mal hecha estaba la sierra, sin saber en ocasiones por donde tomar o por donde salir. Y cuando me hice mayor, me di cuenta de que aquello fue lo mejor, porque cuánto más apuro me daba la soledad, me encendía de valor y dueño de todo, en la honda noche, donde las veredas olían a guarros de bandera y yo esperaba su careo confiado en la charca helada, que la luna hacía de plata. Una vez, llegamos al atardecer cerca de la finca de Cerrajeros y nos apostamos junto a un revolcadero muy tomado por los cochinos, sin echar cuenta del tiempo, y donde mi compañero me dijo que seguramente nos íbamos a divertir esa noche porque por allí entraban buenos bichos y dentro de poco saldría la luna que nos ayudaría a ver todo lo que asomase por el carrizal del cerro. Y allí estaba yo en mi aguardo, intentando no airear y con el sentido que hay que tener, porque el miedo te enseña todo lo demás. El Trapi, tapándose como un búho, se alejó de mi lado para colocarse detrás de unas peñas que le ocultarían y por lo que a mi se me alcanzaba, la querencia de los cochinos sería por un apretado de lentiscos ya entrada la noche. En el tiempo que andaba yo mirando, que era todo lo que había que hacer, de repente un hermoso jabalí apareció delante de una frondosa encina, tratando de no alterar el silencio de esas horas. Muy despacio preparé la escopeta con cierto cuidado, sin que sospechase mis intenciones, viendo su enorme bulto entre las matas, envuelto en la fina lluvia que no cesaba y allí estaba encaramado sobre las patas traseras, intentando agarrar con la jeta las dulces bellotas del árbol. Miré por el canalillo del arma, tratando de colocar la bala en sus paletas, y disparé, produciéndose un fuerte pateo, chillando a más no poder. Era difícil mantener la calma con el jaleo que armó. Atravesé despacio el sendero, esperando estuviese herido e impedir con otro disparo que intentara incorporarse e hiciera por mí. Empapado de sudor, empecé a llamar a mi amigo, Trapi, que seguía apostado en las peñas cerca de mí, a la espera de que le entrase alguna res. Rápidamente acudió, escopeta en mano, hasta donde yo me encontraba, sin apartar la vista del árbol donde la pálida luna iluminaba a tan hermoso animal. Y empezó a decirme: —¿Qué has hecho, tocayo? ¡Acabas de cargarte al cochino semental del cortijo!¡ La culpa es mía por traerte a furtivear a estas horas! —Yo vi al guarro tan grande y sin cavilar más me hice con él, pensando que era bueno y al verle tumbado patas arriba me quedé traspuesto de emoción. Efectivamente, aquello era un ejemplar exagerado y por lo que deducimos después, el animal se emparejaba de noche con las jabalinas del monte, careando todas las trochas de la finca, como por su casa. —¿Y qué hacemos ahora? —le dije preocupado. —Pues muchacho, hay que ir a ver al guarda y contarle lo ocurrido. Al cabo de un rato, y ya amanecido, llegamos al cortijo de la finca y allí estaba, esperándonos con cara de pocos amigos. —A la paz de Dios. Quiero hablar con usted —dijo el Trapi, extendiéndole la mano. —¿Son ustedes los que han disparado hace un rato? Su tono era bastante fuerte y nos miró con aspecto amenazador. —He sido yo —respondí, en voz baja— resulta que esta noche hemos hecho una esperilla en la umbría de ahí enfrente, y me he cargado un cochino castellano, que supongo será de ustedes. —Coño. El semental —exclamó de repente echándose la gorra hacia atrás, me miró de reojo, con la barbilla enterrada en el pecho y haciendo un gran esfuerzo para no retorcerme el pescuezo como a un pollo. —Bueno. Lo primero que voy a hacer es denunciarles a la Guardia Civil y después me van a pagar 1.000 pesetas por el cochino. No quería oír el drama que se desarrollaba en mi presencia. Más tarde el Trapi, consiguió tranquilizarle y le dio quinientas que llevaba en la cartera, como adelanto del resto que prometió entregarle cuando abriesen los bancos. —Está bien —dijo sin dejar de mirarle— y no se olvide. Si me paga esta tarde no habrá denuncia y que yo no vuelva a verles rondando estos portillos o ladre el perro de noche, porque puede que les dé un escarmiento. Se apretó las delanteras de paño a rayas y se fue a por el mulo para cargar al cochino. Por aquel entonces yo era un joven maestro de escuela y ese dinero representaba mucho para mí. Durante unos meses, a razón de veinte pesetas por semana, estuve ahorrando lo que podía para pagarle mi parte al Trapi, dando algunas clases particulares y lo que cazaba por los montes. Pero en el fondo nunca olvidaré aquel macho grande que pudo haber sido la ocasión de mi vida y se convirtió en mi gran pesadilla. Ganas tenía de contarlo tal como me ocurrió y quedo complacido en relatarlo aquí, en mi deseo de que alguien más lo sepa. A veces se complican las cosas cuando menos lo esperas y al cobijo de unas cuantas matas, un solivianto tan grandísimo te hace cavilar no volver a pisar la sierra y no preocuparte por si hubiesen oído un tiro. Menos mal que al poco tiempo me dije: Venga, si nos ha trincado un guarda por lo del semental, no puedo perderme más esperas y dejar solo al Trapi. ¡Hay tantas cosas de qué hablar…!»
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