El capitán de montería


Me pasé un buen rato pensando en lo que iba a contarle a Filigrana, e intentar al mismo tiempo que los jóvenes monteros confiasen en mis pretendidas advertencias y el interés que yo sentía porque las conociesen. No tenía que temer nada, pues yo en ocasiones se las oía comentar a los hombres sin darse cuenta de mi presencia, para ver y oír cuánto decían, y con cuidado de que no latiesen los perros delante de ellos y diesen con mi rastro.
Filigrana se le quedó mirando para manifestar su asentimiento a cuanto dijese. Miró a su alrededor y el silencio acariciaba los portillos de las quebradas. —Dicen que, pasado el tiempo, es posible que siempre se recuerde —dijo Candiles— a aquellos que alcancen la veteranía como capitanes de montería, que estarán obligados a resolver cuantos lances comprometidos surjan entre los monteros que participen en la batida, y obliguen al que se considere ‘suficiente para saberlo todo’, o el ‘topamí’, que no vuelva a pisar los montes donde hayan tenido lugar los casos denunciados de su ambición y protestas continuas. —¿Y quienes son esos? Sentía curiosidad por saberlo. —Pues voy a referirte uno. Fue el de un perrero que quiso dárselas de enterado, olvidando que la sierra es muy alcahueta y lo cuenta todo. En una montería de Valtravieso, un perrero, de los de estos tiempos, intentó quedarse con un jabalí al que le habían disparado desde los tarajes del arroyo. Antes del sorteo se informó que una de las armadas sería de escopetas, pues el terreno era muy enmontado y de difícil tiraradero por lo que se sortearía entre los que quisieran ir allí. El resto de los asistentes entrarían en el sorteo general. Fue la primera en salir, y las otras posturas cuando sortearon, fueron saliendo después con los postores hacia la mancha que se montearía. Los cochinos, por lo visto, estarían encamados cerca de la armada de las escopetas, que fue donde primero latieron los perros, organizándose enseguida unas violentas carreras y disparando casi toda la armada, sin gran fortuna por cierto, pese a que se abatieron varios machos, aunque muchos menos por los tiros que se oyeron. —Me parece que con un poco de suerte y sin tanto montarral —dijo Filigrana— posiblemente hubiesen acabado con ellos. —Ya sabía yo hasta qué punto estabas impresionado, pensando en tantas ladras enloquecidas de las rehalas, olfateando carriles tan veloces como los relámpagos que nos envuelven —dijo Candiles. De pronto uno de los monteros observó a un cochino, como un novillo de grande, que estaba descubierto en lo limpio, levantando insistentemente la trompa, hacia un lado y otro, tomando los vientos, mientras éste se quedó inmóvil, y al ver que se podía colar entre los chaparros que tenía delante, le soltó un balazo, viéndole correr defectuosamente atravesando la trocha que seguía entre las jaras. Como es razonable, pensó que no le habría dado, pues estaba lejos para un tiro de escopeta. Más tarde encontró a otro perrero que descansaba sobre una roca del sendero rodeado de todos sus perros junto a un verraco enorme, con señales de haberle agrandado con el cuchillo el costado. Como las disputas de las reses se discuten en el monte y no en la Junta, éste avisó al capitán de montería, que al preguntarle al otro quién lo había conseguido, le contó que era de un agarre de sus perros y que él lo remató. —Sí señor, el guarro es mío y me lo llevo ahora mismo. Voy a cargarlo en el furgón, pues espacio tengo para él y los perros —dijo el individuo sonriendo. —No quiero que tengas prisa. Pareces algo nervioso y este asunto no se puede ver de pasada. —Pues usted dirá, ¿qué hacemos aquí tanta gente? —¿Y cuántos perros te ha matado? Porque por lo que veo están sin heridas, y sin sangre en sus bocas. —Pues, ninguno. ¿Y por qué me hace usted esa pregunta? —¿Quieres saberlo? —Por supuesto —dijo despectivamente con una mezcla de desagrado y resignación. Y pidiéndole el cuchillo al perrero que le avisó, abrió el pecho del verraco, sacándole una bala de escopeta de munición ‘flecha’. Con razón no le había matado ningún perro. —Te voy a decir algo. Despídete de estos montes mientras yo sea capitán de montería —dijo amargamente—, tu obligación era informar al montero que el guarro estaba allí, habérselo marcado y darle la enhorabuena por tan buena pieza. Qué pena que hoy en día cualquiera es capaz de llamarse perrero, pues para llamarse así hay que mamarlo en la sierra, entre colegas que te enseñen las tradiciones monteras… y desde luego, ésta de apuntarse un guarro pinchado de un montero viejo, no está escrito en ninguna breña solitaria del jaranzal, y tú debías saberlo. Así que das la vuelta con tus perros y derecho a la suelta del gancho que vamos a dar ahora y que no te oiga yo vocear ni una sola vez, que para ti la sierra se ha quedado muda. —Maestro —dijo Filigrana—, entre unas cosas y otras, ese hombre va apañado con lo que ha hecho y le ha dicho. —Ganas tenía de contarlo tal como ocurrió y quedo complacido en relatarlo aquí, en mi deseo de que alguien más lo sepa —exclamó Candiles, aprovechando la ocasión de la escena que contempló en medio de los brezos. Hay tantas cosas de que hablar… y el resultado fue que el jabalí dio medalla y el montero tuvo la suerte de tropezar con un perrero honrado que descubrió al tramposo, Me parece, que de un tipo y otro, conocemos algunos de ellos por estos montes.
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