Baldomero


Dejé que me guiara por un portillo espléndido entre frondas de romero hasta un monte de negros encinares donde careaba una cierva joven que enredaba sus ojos de tanto mirarnos.
Y mientras contemplábamos cuanto nos rodeaba clavados en la mancha careada de reposo, donde tanto había que ver, Filigrana, me preguntó: —Maestro, ¿acaso careó alguna vez estos montes donde el inmenso verde abre las veredas cada día y, como dicen los serreños de Andújar: «El que no madrugó durante el fatigoso rececho, no habrá sentido la satisfacción de mirar, en vez de apuntar». —No estoy muy seguro, pero ahora que lo recuerdo —dijo Candiles—, desde mis años jóvenes habré conocido infinidad de trochas y senderos que me llevarían hasta las anchuras de estos portillos defendidos sólo por la mirada. —Mientras estuvo usted alejado de nosotros recorrí en mi soledad lugares desconocidos y un amanecer, era silencio todo, me topé con este regalo del monte bravo y me prometí que si alguna vez volviésemos a vernos le rogaría me acompañase para gozar de estos campos que relucen con altanería. —Te lo agradezco y cuando me preguntaste que si los conocía, puedo asegurarte que en varias ocasiones me vi sorprendido por el arrollón inesperado de rehalas durante una montería, cuando empezó el monteo por esas veredas empinadas de jaras que se estremecen con las carreras de podencos y mastines como serpientes tejidas. Al oírle las hojas de los jarales le susurraron un saludo de bienvenida. —Y por cierto ¿quién es ese rayón qué te acompaña, que no se separa ni un instante de tu lado? —dijo el venado observándole más de cerca. —Es mi escudero, señor. —Filigrana, ¿qué me dices? Candiles le miró asombrado subido en una peña desde donde percibía hasta el susurro de las hojas. —Los fuertes buscan más fuerza, los débiles buscan compañía, y por eso cuando agarraron los perros a su madre, a la que le acompañaban cinco de ellos, éste, que posiblemente sería el más listo de la camada, salió pitando a toda leche entre las patas de los podencos y el monte, y cuando se paró, estaba frente a mí, y si no se asustó, sería por lo cansado que llegaba. —O, porque te vería cara de buen chico. —Puede ser —dijo—. Es posible. De todas formas no tendría a nadie cuando a los pocos días de marcharse volvió a mi encuentro y me vi obligado a jugar de nuevo con él, revolcándonos una y cien veces en el prado de lirios abiertos y correr detrás de mí, cosa que le encanta sin que nadie le interrumpa, Y ahora si oye entre las matas el más insignificante tarameo, eriza las crines y me muerde en silencio una pata para avisarme que algo se acerca. —No me digas. Pero si ahora surgiese algún peligro correréis los dos y tú harás todo lo que ya sabes. Me sorprendió que no me comentara nada de mi ausencia, y sin embargo parecía el mismo de antes. —Y ¿cómo le has puesto de nombre? —le pregunté. —Se llama Baldomero, y me ha sido muy beneficioso conocerle y es valiente como él solo. La otra tarde se pegó una paliza con un zorro que cruzó por aquí delante y estuvo a punto de ser herido si no intervengo rápido entre los dos. —Espero que no tengamos que salir fuera de nuestro encame —dijo Candiles, sonriendo— si éste nos compromete con una de sus locas arrancadas. —Por supuesto, señor. Espero que estando aquí por casualidad, no nos comprometa cuando los perros nos achuchen en cualquier momento. —Hay, por el Hoyo de Mestanza, un vendedor ambulante de salchichas y hogazas de pan cocidas que es el mejor de estas tierras, y si éste en el campo del combate se asusta y lo agarra un perrillo y comete una imprudencia para que nos descubran, se lo llevas a una guarra que está parida en el cortijo o bien al ambulante de las salchichas y ya verás cómo te lo agradecen y qué contentos se pondrán. Filigrana se quedó de una pieza. —Será mejor que te lo lleves. No creo que se te haya podido ocurrir llevarte por estos portillos tan peligrosos a una criatura tan pequeña y además espero que nadie se atreviera a proponértelo sin mi consentimiento. —Vamos Baldomero. ¡Ni siquiera me lo podía imaginar! —A lo mejor, compañero, con el tiempo se hace un jabalí navajero y quién sabe si tendremos que acudir en su ayuda en algún agarre con los perros. De repente, el rayón, cuando ya iniciaba la marcha detrás de Filigrana, se volvió hacia Candiles y le mordió una pata, dando el ciervo un salto por la caricia que no esperaba. Y el monte sin poder reprimir la risa, dijo: «Dejádmelo ver otra vez».
Comparte este artículo

Publicidad