Hacia Centenera


Por los carriles de las mondas arriba caminaba de noche la reata de bestias que salieron de Cardeña, sobre las seis de la tarde, para llegar con las primeras claras del día a la Junta de Centenera, que se montearía a la mañana siguiente.
Bajo las nubes que corrían de este a oeste, sombras aún más negras, frente a la mancha verde y una luna que surgía entre los encinares, era para darle un buen susto a cualquiera que los viera. Se agigantaban las jaras alrededor de los tobillos y el rocío que resbalaba de los enebros corría por sus gorras hasta las polainas. Aún pasaron tres horas cuando ya empezó a refrescar, a pesar de que la noche estaba clara y no corría viento. Las rodillas apretadas contra el vientre de las caballerías, dobladas hacia delante en las cuestas, bordeaban las empinadas trochas sin detenerse para nada. A uno de ellos los ojos se le cerraron. Se durmió, y la bestia seguía a paso lento sin tropezar, segura de sus pisadas, conociendo por donde caminaba. El que marchaba detrás de él esbozó una leve sonrisa y dijo en tono bajo:
Se va a dar la montería con toda seguridad. Ya me imaginaba yo que todo está a punto para no dejarnos tranquilos
—Ya ves Rafael, éste se duerme encima del palo de un gallinero. —Ya lo veo. Sólo lleva dos copillas de más —advirtió el otro. —Ha pasado todo el día en la taberna y ahora va durmiendo la mona. —A ver si puedo amarrar su mulo al mío, porque si se despista el animal va a despertar en El Centenillo. —Ahora no debemos pararnos. El ojeo de hoy está lejos y mejor será que descansemos de madrugada para estar frescos en la montería. Después de una pausa prosiguió. —Arrima la bestia, por favor, y toma un trago de machaco que vamos a matar el gusanillo. —Venga de ahí, que ahora sienta bien —y acto seguido bebió despacio de la botella y se la pasó al compañero. El mulo receloso le tiró dos cabezazos, mientras la guardaba en las alforjas al trasponer unas chorreras muy tomadas por los guarros. De repente, del pecho de enfrente saltó una cierva asustada, seguida de dos venados medianetes. —¡Coño! ¡Cómo está esto de reses! —exclamó sorprendido. —Ya veremos el resultado. Desde luego si hay fuerza de perros tienen que salir muchos bichos. —¿Quién sabe? Puede el frío haber cambiado las querencias de los encames —dijo, balanceándose para encontrar una postura más cómoda. —¿Qué piensas? —Sea como fuere, a veces las cosas no salen como esperamos —se frotó los músculos de la nuca que estaban tensos. Miro el reloj; eran las tres y media de la madrugada. José paró la caballería al lado de un carril, quitó un par de ramas que cerraban el paso y arregló la cabezada de la yegua llena de brozas. La brisa fresca golpeaba el rostro de los muleros, mientras volvieron a caminar bajo un aguacero a través de los tarajes grandes. Hacían verdaderos esfuerzos por no resbalar hasta el fondo del barranco, sin atreverse a mirar hacia abajo, intentando encontrar la trocha que les alejara de aquel tormento y siempre con un nudo en el estómago. Tenía motivos para estar preocupado, paro él lo disimulaba delante de los otros que seguían los andares de sus bestias incapaces de hallar otro sendero. El mulero que iba dormido, despertó de golpe, cubriéndose los ojos con las manos y quedó mirando al fondo del barranco y dijo en voz elevada: —¡Mi-er-da! ¡Me habéis podido despertar antes! ¡Si tropieza este animal, me hubiese ido con los galgos de Lopera! —Tal vez. Pero, en realidad, no te ha pasado nada. Así que perdona —respondió tratando de calmar a su amigo. Desde un portillo cercano, Candiles, se dio cuenta por donde subían las caballerías y dijo un poco inquieto: —Mira, Filigrana. Esos van camino de Selladeros. —No me extraña, maestro. Desde hace unos días hay mucho meneo de hombres por esos montes. —Se va a dar la montería con toda seguridad. Ya me imaginaba yo que todo está a punto para no dejarnos tranquilos. —Será mejor no movernos de aquí —dijo soliviantado. Filigrana, se movió despacio hacia el montarral que le ocultaba y dejó entrar en él a Candiles. Al clarear el día ya les llegaron los resbalones de los cascos de las caballerías bajando las pedrizas del desmonte y varios coches por el carril de la casa de la finca. No dudaron por un instante que pronto empezaría el jaleo. Como nunca percibieron el olor de los tamujares y los rumores de la sierra, cuando ya el cielo se desvelaba y apareció el deslumbrare sol. Supieron que iba a hacer un día de calor.
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