La Casa del Reloj


Por el techo abierto vi unas nubes negras que pasaban de largo por encima de los muros caídos de la casa de Gerardo Basterrechea, en las Viñas de Andújar.

Después llegó la noche y más tarde la luna iluminó la pared, donde ya no se encontraba el viejo reloj de sol. Yo me quede tieso y casi aguanté por unos instantes la respiración. Y no estaba allí. Se fue con ellos, envuelto en una tela tosca sobre la montura de un borrico, intentando señalar con su sombra las últimas cinco horas de la tarde, como si hubiera retrocedido el tiempo. Y los hombres, andando de puntillas, se fueron alejando para no llamar la atención. —¿Veis cómo ya dejo de dar las horas? —estalló el reloj queriendo apartar la jerga que le impedía ver el sol. —Oye, ¿es que parece que nos está oyendo? —se apresuró a decir uno de ellos. —Pues si no fuésemos nosotros quienes nos lo llevamos ahora, otros vendrán después y se lo llevarán. —Entonces, ¿por qué estás tan nervioso? —Buena pregunta, Rafael. Quiero deciros que no crucemos con este cargamento por delante del Santuario, que yo conozco un atajo que nos evitará pasar la vergüenza de santiguarnos cuando pasemos por delante de la Virgen de la Cabeza, como tenemos por costumbre desde chiquillos. —Tienes razón.

¿Quién hubiera podido prever lo que le ocurriría con el tiempo a esta casa? —Disculpadme que hoy escriba mi breve comentario sobre La Casa del Reloj, de mi buen amigo y montero viejo, Gerardo Basterrechea, que me lee desde su peña celestial y espera mi llegada para charlar de aquellos tiempos y contarle cómo siguen las reses de los Escoriales y las de la dehesa de los Alarcones, y si continua pintando Luis Aldehuela, desde el Majuelo, los más hermosos cuadros de la sierra, rodeado de ciervos, jaras y jabalíes. Y conoce como nadie cuando regresan los hombres con sus bestias al final de las monterías, perdiéndose en la negrura de los senderos que llevan a Andújar, deteniéndose entre dos luces delante de la casa de don Gerardo, con parte del techo caído; las tejas en el suelo; la escalera de granito con yerbas por todos los escalones rotos y en la pared de levante un enorme reloj de sol, enmarcado sobre una losa de piedra. —Una vez, le escuché quejarse en voz alta y daba patadas contra las puertas. Y era usted —me dijo un cabrero que andaba por el viejo jardín con los animales. —Vengo a ver cómo ha quedado todo esto —contesté—, he pasado entre sus paredes muy buenos ratos de mi vida de montero, sentado en el portal junto a Don Gerardo, y grupos de compañeros, comentando las carreras de su buena rehala persiguiendo colleras de venados, el resultado de la montería y cuántas reses se habían cobrado ese día.
Algunas veces me decía que trataba de retener las manos delante de la gente, para que no se notase su temblor. Me alejé, casi aguantando la respiración, y ni me atreví a volver la cabeza. Los años no perdonan y apoyado en un bastón de enebro daba siempre una vuelta a los perros, antes de irse a dormir. Aquel día, me quede mirándole cuando salía para ir a montear Las Fuentes del Villar y me pensé, qué pocos de nosotros podíamos compararnos a él, en su elegancia natural. Desde sus delanteras recosidas, hasta la gorra, su planta de montero noble presentaba el aspecto del hombre de la sierra que usaba su ropa ya desgastada. Sus pantalones de pana y su chaleco de cuero de muchas monterías, bajo su tabardo verde de buen paño. Es decir, todo lo que se requería para el abrigo en los duros meses de noviembre a febrero y fue uno de los que más monteaban todas los años en Sierra Morena de Andújar, junto al Conde del Prado, Eduardo Moreno, Jaime de Foxá, Conde de Yebes, Felipe Lara, Eduardo Trigo de Yarto y tantos otros buenos monteros que nos enseñaron a cazar y respetar al monte. Hoy aún quedamos algunos de aquella tropa bendita, que recorremos senderos cómodos de patear y que al estar ya los montes cercados, nos da pena visitarlos, incluido el aliciente del cupo. Por eso, acompañado por mi hijo Felipe, acudimos a los ganchos de cochinos y le recuerdo algunas cosillas que aprendimos en nuestra juventud y que tantas satisfacciones nos proporcionaron. Nos queda ahora la alegría de montear desde nuestra mesa de trabajo, frente al ordenador, y sacar del zurrón de las monterías, la libretilla de mis notas, con olor a jara. Le prometí a mi amigo Basterrechea que escribiría algo sobre su enorme personalidad de montero y aunque atropelle su entusiasmo y no queriendo quebrarle su contento, le quiero decir que hasta el reloj de sol de su bonita Casa de Las Viñas, se lo han llevado. ¿No oyes, maestro, cómo rechina la sierra al recordarte? Me marcho meditando con la boca llena de sierra.
¡Ah!, pese a que fue un hombre tan reservado, quiero referir lo ocurrido una vez en la Junta de una montería cuando vio entre los monteros a un chico que no llevaba delanteras y, dirigiéndose a él, le dijo: —Muchacho, si vas al monte sin delanteras te vas arañar las piernas. Bájate del mulo y ven conmigo. Y acercándose a su coche abrió el maletero y le regaló a mi hermano Paco unas delanteras de paño con tiras marrones y otras menos oscuras, ribeteadas de cuero, que todavía conserva y con las cuales monteó durante bastante tiempo. En la fotografía que acompaño, aparece con ellas en la calle del Hoyo de Mestanza, antes de celebrarse la montería en el Carrizuelo.
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