Nunca han sido de fiar


—Le importaría decirme, si no fuera suficiente cuánto ya me ha enseñado y hacer lo que tenía que hacer, en el sentido de conocer mi misión a su lado, frente al conocimiento que los hombres tienen de nuestro comportamiento en la sierra —dijo Filigrana, con toda naturalidad.
Le miró sorprendido, Candiles, y le contestó muy despacio: —Sé que te gusta y te sientes atraído por cuantas situaciones se refieren a los hombres, desde que establecimos una alianza entre los dos y tú serías mi escudero. —Quiero decirle una cosa. —¿Como qué? —Me gustaría saber ¿en qué son superiores los hombres a nosotros en el monte, sin la escopeta en la mano? —dejó la frase en el aire para que pensara en ello. —¿O sea que toda tu preocupación es esa? —Más o menos, señor.
¿En qué son superiores los hombres a nosotros en el monte, sin la escopeta en la mano?
—Posiblemente te habrán comentado que ellos no nos ventean cuando todo queda en silencio y, en ocasiones, han que coger un puñado de tierra y elevarla por alto para conocer la dirección que lleva el aire, mientras los animales salvajes estamos siempre orientados por nuestro olfato y de ésta suerte —salvo que no nos echen los perros encima— sabemos dónde se encuentran apostados o por qué regato caminan. —Bueno, eso ya me lo habían contado y también que llevan unos papelillos en el bolsillo que vuelan hacia donde va al aire y de esta suerte se colocan cara a él. Y eso es bueno para ellos, y malo para nosotros, y se da el caso de tener cerca a un venado y no extrañarse al descubrir su presencia e intentar captar su aliento en el aíre y seguir allí parado mientras no cambie la dirección del viento… porque en ese instante, ¡pies para que os quiero! y jalar de estampida, haciendo volar confundidas bandadas de pajarillos al amparo de tupidas encinas. El venado se partía de risa. —Y es que los hombres disponen de recursos, como ahora se dice. Y ahí tienes las alambreras, que se encargan de encerrarnos como en un corral y ponerle puertas al campo para que no podamos padrear por las verdes riberas de las alamedas que nos ofrecen el incomparable encanto de la libertad. —Nunca han sido de fiar. —Un atardecer casualmente estaba yo presente en un cerro, cuando por el carril vi llegar tres camionetas cargadas de colegas nuestros —que en aquellos tiempos nadie decía nada— y que de madrugada, entre dos luces, fueron saliendo, uno a uno, en dirección al vegetal laberinto de aquella finca donde un pastor ya les había esparcido manzanas y alfalfa entre los claros de las jaras y otras se fueron a beber a un arroyo cercano, mientras dos varetos mojaban en él sus pezuñas, sobrecogidos por la llegada de aquellos visitantes, que poco a poco, fueron marchándose despacio, alzando sus orejas hasta perderse entre el verde azul de aquella desconocida umbría, cortando rápidos al amparo de su espesura para que no pudiesen delatarles. Filigrana, al oírle, se encogió de hombros. —En fin, yo sólo tenía que seguir mi instinto y como me fue posible fui siguiéndoles por la fila de postes de la alambrera y el guía de aquella piara, con arrogancia y sumisión, encontró a un venado que le contemplaba desde hacía rato. No sabía qué cosa podían decirse y no había respuesta. Unos rayos de sol penetraban a través de los huecos de los alambres y la corta distancia que nos separaba me permitió escuchar la conversación que al rato iniciarían. —Me gustaría conocer de dónde procedéis. —Pues a decir verdad —explicó con voz ronca por el cansancio del viaje— somos de Los Yébenes, en Toledo, y nosotros no hemos elegido estos montes. Fueron ellos, el guarda de la finca y seis hombres más, los que nos hicieron pasar a la fuerza por una estrecha risquera donde colgaron redes y allí caímos la mayoría de los que hoy andamos despistados por estos cerros. —Será mejor que les diga que los ciervos y jabalíes que habitamos estas tierras somos prisioneros de una larga cerca que recorre los montes que le rodean y nadie puede ya salir de aquí, deseosos de volver a recorrer las cumbres por las mondas hondas y compartir buenos ratos y multitud de recuerdos. —Pues allí recorremos todos los portillos al amparo de la libertad, y elegimos en la espesura el lugar tranquilo de nuestros querenciosos encames. Candiles, ya había oído esas palabras en otras ocasiones, que no se atrevía ni a recordar y que intentaba ocultar por temor a que un día se hiciesen realidad, ante la sorpresa de caer en la cerca negra de un vallado.
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