El cupo


«Filigrana, en esta temporada se han visto menos monteros por aquí que en otras ocasiones, como si los negocios no les fuesen bien, y seguramente, al haber cercado los montes, el precio para montear allí dentro es tan elevado que solamente los afortunados de siempre pueden disfrutar de ese privilegio».
—Pero además —contestó el escudero— creo que sólo permiten cazar tres o cuatro machos de nuestra casta en cada montería, pudiendo elegirse los de mayores cuernas, dejando pasar a los no medallables y cobrar algún que otro cochino jabalí. —¿Tú sabes cómo le llaman a esta suerte? —preguntó Candiles. —No tengo ni idea. Pero me gustaría saberlo. —Pues, El Cupo. Espero que tan pronto derriben las alambreras arreglen el desajuste producido a lo largo de tanto tiempo, y no olviden a esos hombres, que a toda prisa consiguieron matar la afición de los monteros que, en un reverente silencio, no han vuelto a pisar las enjauladas fincas de la inolvidable y fabulosa Sierra Morena de Andújar. —En resumidas cuentas, que me parece un poco raro semejante trama que perjudica las manchas de Caza Mayor, sin apenas echar caracolas los perreros, ni hacer visos sobre los rasos, carrileando veredas empinadas donde carean pelotas de reses asustadas que rodean a hermosos ciervos para que no les disparen los que aún no completaron su Cupo.
Espero que tan pronto derriben las alambreras arreglen el desajuste producido a lo largo de tanto tiempo
Candiles, pensativo, no parpadeó mientras se alejaban por los campos silvestres de la umbría, abriendo tajos hacia los altos canchales, más allá del ramaje de fresnos. Miró con cierta turbación al escudero y no acertaba a imaginarse que siempre se había sentido limitado por la persecución de los hombres, experimentando una extraña sensación, como una criatura más de aquellos inmensos repechos, abriéndose paso por cualquier parte, capeando por sus respetos, seguido por el valiente compañero que jamás le abandona, avisándole de las incontenibles carreras de las recovas cuando dan con los rastros que ahogan el resuello. Allá lejos, sin que yo lo supiera, Filigrana divisó el brillo del cañón oculto de un rifle entre las frondas de aulagas en la raya misma del cortadero por donde acabábamos de cruzar momentos antes en nuestro careo hacia las lomas de Valtravieso, que abre cada día sus verdes veredas de mucha querencia. De repente un enorme jabalí atravesó a toda velocidad la raya del monte, como para poner los pelos de punta al más pintado y antes de que lo pensase dos veces, un hombre le disparó, dejándole sin resuello, yerto, y pateando sobre las dobladas flores del jarizo. Lo pagó con su vida, pero antes Candiles, también pudo haber sido herido, si no fuese porque Filigrana con todas sus fuerzas se abrió paso entre las matas, brincando desesperado por encima de la jeta del guarro, obligándole a saltar a lo limpio y encontrar allí su muerte. El venado, al presenciar la faena del escudero, estuvo a punto de echarse a reír, pero las circunstancias le aconsejaban seguirle en su veloz huída, mientras éste le miraba una y otra vez para que no se retrasase con tal de custodiarle, aunque no sabían si otros hombres anduviesen al acecho por aquellos páramos de la vieja espesura. No fue fácil encontrar la senda por donde se apretujaban punzantes zarzalones que les dificultaban seguir su carrera cubiertos de numerosos arañazos de monte fuerte y no tenían más que patas para correr y correr con un polvorío que les subía por encima de las orejas. —Oye Filigrana, no sé qué hacías antes de conocerte —dijo Candiles en un breve descanso— y tengo curiosidad por saberlo, después del jaleo que has armado con el susto que le diste al jabalí. —No creo que sea gran cosa. Pero si se refiere a lo ocurrido, no fue más que un ensayo. —En el qué tú y yo hemos participado. Bueno, yo no me enteré de nada hasta que escuché el disparo desde lo alto del cortadero, mientras tú salías pitando a toda leche y yo detrás de ti. —En fin. El caso es que hemos salido de ésta y que San Huberto tendrá ya en la gloria de los guarros buenos al que inesperadamente dejaron sin aliento, y no le quites el ojo de encima a las hondonadas de embestidas desafiantes y procura hacer bien tu trabajo, porque la sierra es muy alcahueta y se despierta al oír un tiro y lo comenta todo. —Sí, señor. Y que desde el cobijo del aire receloso o en lo alto de los collados del serrallo, otearé siempre las lejanías de las soledades, en la distancia de parte aparte, hasta donde el quejido se espesa, para que nada le sorprenda. Estaba esperando, sin apenas respirar, a que Candiles le mirase. —Pues tira para adelante Filigrana, que aprecio el talento que tienes, siendo tan sólo un ciervo joven. Ahora un viento indeciso agitaba los matones en los roquedales y acechaba el rocio manando por veneros juncales en el relente húmedo de la tierra fresca.
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